Resident Evil: Hora Cero
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Resident Evil: Hora Cero
hola a todos!!!
como va todo comunidad rolera???
bueno... ya dentro de poco abrire una nueva seccion. por ahora, el tema queda aki.
esta novela se las recomiendo. esta buenisima y tiene buen tramaje. especialmente va dirigida a todos los amantes de la lectura y del resident evil...
pondre un capitulo dee la novela por dia.
bueno... aki va...
ademas, si la leen entenderan mejor los juegos y las peliculas
aki va...
Prólogo
El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques de Raccoon. El
estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en los truenos que
rasgaban el cielo del ocaso.
Bill Nyberg hojeó el expediente Hardy, que había sacado del maletín que
tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave balanceo del tren lo
adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso Eclíptico estaba casi lleno,
como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la compañía y, desde la
renovación —Umbrella había gastado mucho dinero para dar un aire retro al
vagón restaurante, desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de
lágrimas—, muchos de los empleados llevaban allí a su familia o amigos para que
disfrutaran del ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la
ciudad que hacían trasbordo en Latham, pero Nyberg habría apostado a que nueve
de cada diez pasajeros trabajaban para Umbrella. Sin el apoyo del gigante
farmacéutico, Raccoon City ni siquiera sería una área de descanso en la carretera.
Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve movimiento de
cabeza al ver la pequeña insignia de Umbrella en la solapa de su chaqueta, lo que
identificaba a Nyberg como un pasajero habitual. Nyberg le devolvió el saludo. En
el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido rápidamente por el
estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una tormenta de verano. Incluso
en el agradable frescor del tren, el aire parecía cargado con la tensión de la lluvia
inminente.
Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico.
Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de llegar a la mitad
del camino ya estaría calado.
Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente mientras se
arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias veces, pero quería
estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez años llamada Teresa
Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo medicamento pediátrico
para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía exactamente lo que se esperaba
de ella, pero también causaba fallos renales, y en el caso de Teresa Hardy el daño
había sido muy severo. Sobreviviría, pero probablemente tendría que someterse a
diálisis el resto de su vida. El abogado de la familia pedía una fuerte
indemnización. El caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy
pretendía mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de
rosadas mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era
donde Nyberg y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo
para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado, uno de
esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que usted
cobre», viera el cielo abierto. Nyberg sabía cómo tratar a esos cuervos que se
presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo tendría todo
solucionado antes de que Teresa regresara de su primer tratamiento. Para eso le
pagaba Umbrella.
La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien hubiera lanzado
un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Nyberg miró hacia el exterior. Justo
entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo del tren. Perfecto. Iban a
tener hasta granizo.
El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e iluminó la pequeña
colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del bosque. Nyberg alzó
la mirada y vio una alta figura recortada contra los árboles en la cima de la colina,
alguien con un abrigo largo o una túnica oscura sacudida por el viento. La figura
alzó los brazos hacia el furioso cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció,
sumergiendo de nuevo en sombras la extraña escena.
—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Nyberg, y más agua golpeó el cristal.
Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando gruesas
masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para mostrar docenas de
brillantes dientes afilados como agujas. Nyberg parpadeó sin saber qué era lo que
estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta del vagón, un alarido
largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas parecidas a babosas del
tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las ventanas. El sonido del
granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a torrente, y su estruendo ahogó
los muchos nuevos gritos.
¡No es granizo, eso no puede ser granizo!
Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Nyberg, y se alzó de golpe. Llegó
hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara hecho añicos, antes de
que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un sonido agudo y seco que
se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi ahogado por el continuo estruendo
del ataque. Las luces se apagaron, y Nyberg notó que algo frío, húmedo y cargado
de vida le caía sobre la nuca y empezaba a morder.
como va todo comunidad rolera???
bueno... ya dentro de poco abrire una nueva seccion. por ahora, el tema queda aki.
esta novela se las recomiendo. esta buenisima y tiene buen tramaje. especialmente va dirigida a todos los amantes de la lectura y del resident evil...
pondre un capitulo dee la novela por dia.
bueno... aki va...
ademas, si la leen entenderan mejor los juegos y las peliculas
aki va...
Prólogo
El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques de Raccoon. El
estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en los truenos que
rasgaban el cielo del ocaso.
Bill Nyberg hojeó el expediente Hardy, que había sacado del maletín que
tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave balanceo del tren lo
adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso Eclíptico estaba casi lleno,
como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la compañía y, desde la
renovación —Umbrella había gastado mucho dinero para dar un aire retro al
vagón restaurante, desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de
lágrimas—, muchos de los empleados llevaban allí a su familia o amigos para que
disfrutaran del ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la
ciudad que hacían trasbordo en Latham, pero Nyberg habría apostado a que nueve
de cada diez pasajeros trabajaban para Umbrella. Sin el apoyo del gigante
farmacéutico, Raccoon City ni siquiera sería una área de descanso en la carretera.
Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve movimiento de
cabeza al ver la pequeña insignia de Umbrella en la solapa de su chaqueta, lo que
identificaba a Nyberg como un pasajero habitual. Nyberg le devolvió el saludo. En
el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido rápidamente por el
estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una tormenta de verano. Incluso
en el agradable frescor del tren, el aire parecía cargado con la tensión de la lluvia
inminente.
Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico.
Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de llegar a la mitad
del camino ya estaría calado.
Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente mientras se
arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias veces, pero quería
estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez años llamada Teresa
Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo medicamento pediátrico
para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía exactamente lo que se esperaba
de ella, pero también causaba fallos renales, y en el caso de Teresa Hardy el daño
había sido muy severo. Sobreviviría, pero probablemente tendría que someterse a
diálisis el resto de su vida. El abogado de la familia pedía una fuerte
indemnización. El caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy
pretendía mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de
rosadas mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era
donde Nyberg y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo
para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado, uno de
esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que usted
cobre», viera el cielo abierto. Nyberg sabía cómo tratar a esos cuervos que se
presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo tendría todo
solucionado antes de que Teresa regresara de su primer tratamiento. Para eso le
pagaba Umbrella.
La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien hubiera lanzado
un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Nyberg miró hacia el exterior. Justo
entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo del tren. Perfecto. Iban a
tener hasta granizo.
El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e iluminó la pequeña
colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del bosque. Nyberg alzó
la mirada y vio una alta figura recortada contra los árboles en la cima de la colina,
alguien con un abrigo largo o una túnica oscura sacudida por el viento. La figura
alzó los brazos hacia el furioso cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció,
sumergiendo de nuevo en sombras la extraña escena.
—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Nyberg, y más agua golpeó el cristal.
Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando gruesas
masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para mostrar docenas de
brillantes dientes afilados como agujas. Nyberg parpadeó sin saber qué era lo que
estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta del vagón, un alarido
largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas parecidas a babosas del
tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las ventanas. El sonido del
granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a torrente, y su estruendo ahogó
los muchos nuevos gritos.
¡No es granizo, eso no puede ser granizo!
Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Nyberg, y se alzó de golpe. Llegó
hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara hecho añicos, antes de
que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un sonido agudo y seco que
se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi ahogado por el continuo estruendo
del ataque. Las luces se apagaron, y Nyberg notó que algo frío, húmedo y cargado
de vida le caía sobre la nuca y empezaba a morder.
Re: Resident Evil: Hora Cero
Capítulo 1
Las aspas del helicóptero cortaban la oscuridad que cubría el bosque de
Raccoon.
Rebecca Chambers estaba sentada muy tiesa, esforzándose por parecer tan
tranquila como los hombres que la rodeaban. El ambiente era serio, tan sombrío y
nublado como los cielos que cruzaban. Las bromas y los chistes se habían quedado
atrás, en la reunión informativa. No se trataba de un ejercicio de entrenamiento.
Tres personas más, tres excursionistas, habían desaparecido, un hecho no tan
extraño en un bosque tan grande como el que rodeaba Raccoon, pero con la ola de
asesinatos salvajes que habían aterrorizado a la pequeña población durante las
últimas semanas, la palabra «desaparecido» había adquirido un nuevo significado.
Sólo unos pocos días antes se había encontrado a la novena víctima, tan destrozada
y mutilada como si la hubieran pasado por una picadora de carne. Estaban
matando a gente. Algo o alguien atacaba salvajemente en los alrededores de la
ciudad, y la policía de Raccoon no estaba obteniendo ningún resultado. Finalmente
habían llamado al comando local de los STARS para que colaborase en la
investigación.
Rebecca alzó ligeramente la barbilla, en un destello de orgullo que superó su
nerviosismo. Aunque estaba graduada en bioquímica, la habían asignado al equipo
Bravo como médico de campo. Hacía menos de un mes que pertenecía al grupo.
Mi primera misión. Lo que quiere decir que más vale que no la fastidie.
Respiró hondo y soltó el aire lentamente, mientras intentaba mantener una
expresión neutra.
Edward le dedicó una sonrisa alentadora, y Sully se inclinó hacia adelante en
la abarrotada cabina para darle una palmadita tranquilizadora en la pierna. Al
parecer, su fingida calma no colaba. A pesar de todo lo lista que era y de lo
preparada que estaba para iniciar su carrera, no podía hacer nada respecto a su
edad, o respecto a parecer aún más joven. A sus dieciocho años, era la persona más
joven que los STARS habían aceptado nunca, desde su creación en 1967. Y como
era la única mujer en el equipo B de Raccoon, todos la trataban como si fuera su
hermana pequeña.
Suspiró, le devolvió la sonrisa a Edward y le hizo un gesto a Sully con la
cabeza. No era tan terrible tener un puñado de tipos duros como hermanos
mayores, vigilándola. Siempre y cuando entendieran que podía cuidar de sí misma
cuando hiciera falta.
Eso creo, añadió para sí en silencio. Después de todo, era su primera misión, y
aunque estaba en perfecta forma física, su experiencia en combate se limitaba a las
simulaciones de vídeo y a las misiones de entrenamiento de fin de semana. La
Escuadra de Tácticas Especiales y Rescates la quería en sus laboratorios, pero era
obligatorio cubrir un tiempo en servicio de campo, y Rebecca necesitaba
experiencia. De todas formas, inspeccionarían los bosques en grupo. Si se
encontraban con la gente o con los animales que habían estado atacando a los
habitantes de Raccoon, tendría quien le cubriera las espaldas.
Se vio el destello de un rayo hacia el norte, cerca. El ruido del trueno se
perdió bajo el rugido del helicóptero. Rebecca se inclinó ligeramente hacia adelante
e intentó penetrar la oscuridad. Había sido un día claro y despejado, pero justo
antes de la puesta de sol habían comenzado a formarse nubes. No cabía duda de
que volverían a casa mojados. Al menos iba a ser una lluvia cálida; supuso que
podría ser mucho…
¡Boom!
Había estado tan concentrada pensando en la tormenta que se cernía sobre
ellos, que durante un segundo, incluso mientras el helicóptero se inclinaba
peligrosamente y caía, creyó que se trataba del ruido de un trueno. Desde la cabina
se fue alzando un terrible gemido agudo y el suelo empezó a vibrar bajo sus botas.
Captó el olor caliente del metal quemado y del ozono.
¿Un rayo?
—¿Qué ha sido eso? —gritó alguien. Era Enrico, desde el asiento del copiloto.
—¡El motor ha fallado! —explicó a gritos el piloto, Kevin Dooley—.
¡Aterrizaje de emergencia!
Rebeca se sujetó con fuerza a un hierro de la estructura y miró hacia sus
compañeros para evitar la visión de los árboles, que subían rápidamente hacia
ellos. Observó el gesto decidido y serio del mentón de Sully, los dientes apretados
de Edward y la mirada de preocupación que intercambiaron Richard y Forest
mientras se agarraban a los salientes de la estructura y los asideros de la vibrante
pared. Delante, Enrico estaba gritando alguna cosa, algo que Rebecca no pudo
descifrar por encima del sonido agonizante del motor. Cerró los ojos durante un
instante, pensó en sus padres… Pero el viaje era demasiado violento como para
poder pensar. Los golpes y los azotes de las ramas de los árboles sacudían el
helicóptero con tal estruendo que lo único que pudo hacer Rebecca fue no perder la
esperanza. El helicóptero giró fuera de control y se precipitó describiendo una
espiral escalofriante, entre sacudidas y bandazos.
Un segundo después todo había acabado. El silencio fue tan repentino y
completo que Rebecca pensó que se había quedado sorda. Todo movimiento se
detuvo. Entonces oyó el goteo sobre el metal, el jadeo ahogado del motor y los
feroces latidos de su propio corazón. Se dio cuenta de que estaban en tierra. Kevin
lo había logrado, y sin un solo rebote.
—¿Estáis todos bien? —Enrico Marín, el capitán, estaba medio vuelto en el
asiento.
Rebecca unió su gesto inseguro al coro de afirmaciones.
—¡Bien pilotado, Kev! —exclamó Forest, y se alzó un nuevo coro. Rebecca
estaba totalmente de acuerdo.
—¿Funciona la radio? —preguntó Enrico al piloto, que estaba dando
golpecitos a los controles y moviendo los interruptores.
—Parece que se ha frito toda la parte eléctrica —contestó Kev—. Debe de
haber sido un rayo. No nos ha dado de lleno, pero ha pasado lo suficientemente
cerca. La baliza tampoco funciona.
—¿Se puede arreglar?
Enrico formuló la pregunta para todos, pero miró a Richard, que era el oficial
de comunicaciones. A su vez, Richard miró a Edward, que se encogió de hombros.
Edward era el mecánico del equipo Bravo.
—Voy a echarle una ojeada —repuso Edward—, pero si Kev dice que el
transmisor está quemado, es que seguramente lo está.
El capitán asintió con un lento movimiento de cabeza mientras se acariciaba
el bigote con una mano y consideraba qué opciones tenían. Pasados unos
segundos, suspiró.
—Llamé cuando el rayo nos alcanzó, pero no sé si el mensaje salió —
informó—. Tienen nuestras últimas coordenadas. Si no informamos pronto,
vendrán a buscarnos.
Los que vendrían a buscarlos eran el equipo Alfa de los STARS. Rebecca
asintió con los demás, sin estar segura de si debía estar decepcionada o no. Su
primera misión había acabado incluso antes de empezar.
Enrico volvió a tocarse el bigote, atusándoselo en las comisuras de la boca con
los dedos índice y pulgar.
—Todo el mundo afuera —ordenó—. Veamos dónde estamos.
Salieron uno a uno de la cabina. Rebecca se fue dando cuenta de la situación
en la que se hallaban mientras se iban reuniendo en la oscuridad. Tenían
muchísima suerte de estar vivos.
Nos ha caído un rayo. Y mientras buscamos asesinos locos, ni más ni menos, pensó,
sorprendiéndose. Incluso si la misión había concluido, sin duda había sido lo más
excitante que le había pasado nunca.
El aire se notaba cálido y cargado de la inminente lluvia. Las sombras eran
profundas. Pequeños animales correteaban por el sotobosque. Se encendieron un
par de linternas y los haces de luz cortaron la oscuridad mientras Enrico y Edward
rodeaban el helicóptero examinando los daños. Rebecca sacó su linterna de la
mochila, aliviada de no habérsela olvidado.
—¿Cómo lo llevas?
Rebecca se volvió y vio a Ken «Sully» Sullivan sonriéndole. Había sacado su
arma, y el cañón de la nueve milímetros apuntaba hacia el nuboso cielo,
recordándole tristemente cuál era la razón de su presencia allí.
—Realmente sabéis cómo hacer una entrada sonada, ¿no? —bromeó,
devolviéndole la sonrisa.
El hombre alto rió, y los blancos dientes resaltaron contra la oscuridad de la
piel.
—La verdad es que siempre hago esto para los nuevos reclutas. Es un gasto
en helicópteros, pero tenemos que mantener nuestra reputación.
Rebecca estaba a punto de preguntar qué opinaría el jefe de policía de ese
gasto —era nueva en la zona, pero ya había oído decir que el jefe Irons era famoso
por su tacañería— cuando Enrico se unió a ellos, sacando su arma y alzando la voz
para que todos pudieran oírlo.
—De acuerdo, chicos. Abrámonos en abanico e inspeccionemos los
alrededores. Kev, quédate en el helicóptero. El resto, no os separéis demasiado,
sólo quiero que aseguréis la zona. El equipo Alfa podría estar aquí en menos de
una hora.
No completó la frase, no dijo que también podría pasar mucho más tiempo,
pero era innecesario. Al menos por el momento, estaban solos.
Rebecca sacó la nueve milímetros de la funda y comprobó cuidadosamente
los cargadores y la recámara como le habían enseñado, con el arma en posición
vertical para evitar apuntar a alguien sin darse cuenta. Los otros se movían a
ambos lados, comprobando sus armas y encendiendo las linternas.
Rebecca respiró hondo y comenzó a andar en línea recta, enfocando el rayo
de luz de la linterna hacia adelante. Enrico estaba sólo a unos cuantos metros y
avanzaba en paralelo a ella. Se había alzado una fina neblina baja, que se enrollaba
entre los matojos como una marea fantasmal. A unos doce metros, los árboles se
abrían y formaban un sendero lo suficientemente ancho para considerarse una
carretera pequeña, aunque la niebla le impedía estar segura. Todo estaba en
silencio excepto por los truenos, que sonaban más cerca de lo que se había
esperado; tenían la tormenta casi encima. El haz de luz iluminó árboles, luego
oscuridad y luego otra vez árboles, con un destello de lo que parecía…
—¡Mire, capitán!
Enrico se puso a su lado y, en segundos, cinco luces más se dirigieron hacia el
brillo metálico que Rebecca había visto y lo iluminaron: una estrecha carretera de
tierra y un jeep volcado. Mientras el equipo se acercaba, Rebecca pudo ver las
letras PM grabadas en un lado. Policía Militar. Vio una pila de ropa que salía por el
parabrisas roto y frunció el entrecejo. Se acercó para ver mejor y, mientras
rebuscaba el kit médico, corrió a arrodillarse junto al jeep volcado. Ya antes de
agacharse supo que no podría hacer nada. Había tanta sangre…
Dos hombres. Uno había salido disparado limpiamente y yacía a unos
cuantos metros. El otro, el hombre rubio que tenía ante sí, aún tenía medio cuerpo
dentro del jeep. Ambos llevaban ropa militar de trabajo. El rostro y la parte
superior del cuerpo de ambos habían sido horriblemente mutilados. Tenían
grandes desgarros en la piel y en los músculos, y unas heridas profundas en el
cuello. Era imposible que fueran resultado del accidente.
Pensativa, Rebecca le buscó el pulso y se fijó en que la piel estaba muy fría. Se
incorporó y fue hacia el otro cadáver; de nuevo buscó alguna señal de vida, pero
estaba tan frío como el primero.
—¿Crees que son de Ragithon? —preguntó Richard. Rebecca vio un maletín
junto a la pálida mano extendida del segundo cadáver y fue a buscarlo medio
agachada. La respuesta de Enrico le llegó mientras levantaba la tapa del maletín.
—Es la base más cercana, pero mira la insignia. Son marines. Podrían ser de
Donnell —dijo.
Sobre un puñado de carpetas de informes había un sujetapapeles con un
documento de aspecto oficial. En la esquina superior izquierda se veía la foto de
carnet de un hombre apuesto y de ojos oscuros vestido de civil. Ninguno de los
cadáveres se le parecía. Rebeca alzó las hojas y leyó en silencio… y se le quedó la
boca seca.
—¡Capitán! —consiguió decir, mientras se levantaba.
Enrico levantó la vista desde donde se hallaba agachado junto al jeep.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
Rebecca leyó en voz alta la parte relevante.
—Una orden judicial para transportar a alguien… «Prisionero William Coen,
ex teniente, de veintiséis años de edad. Sometido a un consejo de guerra y
sentenciado a muerte el 22 de julio. El prisionero será transportado a la base de
Ragithon para ser ejecutado.»
El teniente había sido acusado de asesinato en primer grado.
Edward le cogió el documento de las manos. Dijo en voz alta y cargada de
furia lo que ya se estaba formando en la mente de Rebecca.
—Estos pobres soldados. Sólo estaban haciendo su trabajo, y ese canalla los
ha asesinado y se ha escapado.
Enrico, a su vez, le tomó los documentos de las manos a él y les echó una
rápida ojeada.
—Muy bien, muchachos. Cambio de planes. Tenemos un asesino suelto.
Separémonos y reconozcamos la zona más próxima, a ver si podemos localizar al
teniente Billy. Manteneos alerta e informad cada quince minutos, pase lo que pase.
Todos hicieron gestos de asentimiento. Rebecca respiró hondo mientras los
otros comenzaban a moverse y comprobó su reloj, decidida a ser tan profesional
como cualquier otro componente del equipo. Quince minutos sola, ningún
problema. ¿Qué podía pasar en quince minutos? Sola, en medio de esos bosques
tan oscuros.
—¿Tienes tu radio?
Rebecca pegó un bote y se volvió al oír la voz de Edward. El mecánico estaba
justo a su espalda y le dio una palmadita en el hombro, sonriendo.
—Tranquila, nena.
Rebecca le devolvió la sonrisa, aunque odiaba que la llamaran «nena». ¡Por el
amor de Dios, Edward sólo tenía veintiséis años! Rebecca dio unos golpecitos a la
unidad de radio que colgaba de su cinturón.
—Comprobado.
Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó. Su mensaje era
claro y tranquilizador. Rebecca no estaría realmente sola, no mientras tuviera la
radio. Miró alrededor y vio que algunos de los otros ya estaban fuera de su vista.
Kevin seguía en el asiento del piloto y estaba examinando el portafolios que ella
había encontrado. La vio y le dedicó un saludo militar. Rebecca alzó el pulgar y
cuadró los hombros mientras volvía a desenfundar su arma y se adentraba en la
noche. En lo alto, retumbó un trueno.
Albert Wesker se hallaba sentado en la planta de tratamiento Con B1. La
única luz en la sala provenía del parpadeo de seis monitores de observación, que
cambiaban de imagen en rotaciones de cinco segundos. Se veían todos los niveles
del centro de formación, los pisos superior e inferior de la planta de tratamiento
del agua y el túnel que conectaba a los dos. Contempló las silenciosas pantallas en
blanco y negro sin verlas realmente; la mayor parte de su atención estaba centrada
en la transmisión que estaba recibiendo de los del comando de limpieza. Un grupo
de tres hombres —bueno, dos y el piloto— estaba de camino en helicóptero, en
silencio la mayor parte del tiempo; eran profesionales y no perdían el tiempo con
bromas de machos o chistes de jovencitos, lo que significaba que Wesker estaba
oyendo un montón de estática. Ningún problema; el ruido blanco combinaba bien
con los rostros inexpresivos de mirada fija que veía en los monitores, los cuerpos
destrozados tirados por los rincones, los hombres que habían sido infectados
vagando sin rumbo por los corredores vacíos. Como en la mansión y los
laboratorios Arklay, a unos cuantos kilómetros de allí, los campos privados de
entrenamiento de White Umbrella y los centros conectados a ellos habían sido
atacados por el virus.
—Tiempo de llegada estimado, treinta minutos, cambio —dijo el piloto, y su
voz resonó en la sala tenuemente iluminada.
—Recibido —contestó Wesker, inclinándose sobre el micro.
De nuevo silencio. No hacía falta hablar sobre lo que ocurriría cuando
llegaran al tren… y, aunque era un canal seguro, era mejor no decir más de lo
estrictamente necesario. Umbrella se había cimentado en el secreto, una
característica del gigante farmacéutico que, en los niveles superiores de gestión,
todos seguían respetando. Incluso de los negocios legítimos de la compañía,
cuanto menos se hablase, mejor.
Todo se está viniendo abajo, pensó Wesker sin preocuparse, mientras observaba
las pantallas. La mansión Spencer y los laboratorios que la rodeaban habían caído a
mediados de mayo. White Umbrella lo tomó como un «accidente», y se sellaron los
laboratorios hasta que los investigadores y el personal infectado pasaran a ser
«inefectivos». Después de todo, siempre ocurren errores. Pero la pesadilla del
centro de formación, que aún se estaba representando ante él, había sucedido a
continuación, menos de un mes después…, y hacía sólo unas cuantas horas, el
maquinista del tren privado de Umbrella, el Expreso Eclíptico, había apretado el
botón de alarma de peligro biológico.
Así que no sirvió de nada encerrarlo, el virus se filtró y se esparció. Es así de simple,
¿no?
En el comedor del centro de formación había un puñado de reclutas
infectados. Uno de ellos caminaba en círculos irregulares alrededor de lo que había
sido una bonita mesa. Le goteaba algún fluido viscoso de una fea herida en la
cabeza mientras avanzaba a trompicones, sin conciencia de dónde estaba, ni del
dolor, ni de nada. Wesker apretó varias teclas del panel de control que se hallaba
bajo el monitor para impedir que la imagen cambiara. Se recostó en la silla y se
dedicó a observar al caminante condenado dar vueltas alrededor de la mesa.
—Podría haber sido sabotaje —dijo en voz baja. No podía estar seguro. De ser
así, estaba preparado para parecer natural; un vertido en el laboratorio de Arklay,
un aislamiento incompleto. Unas cuantas semanas después, un par de
excursionistas desaparecidos, posiblemente obra de uno o dos sujetos
experimentales escapados; y unas semanas más tarde, infección en el segundo
centro de White Umbrella. Era muy improbable que uno de los portadores del
virus hubiera ido a parar por casualidad a uno de los otros laboratorios de
Raccoon, pero era posible. Excepto que en ese momento tenía que pensar también
en el tren. Y eso no parecía un accidente. Daba la sensación de estar… planeado.
Mierda, podría haberlo hecho yo mismo, si se me hubiera ocurrido.
Desde hacía algún tiempo había estado buscando la forma de salir de todo
esto, cansado de trabajar para una gente que eran claramente inferiores a él, y
plenamente consciente de que pasar demasiado tiempo en la nómina de White
Umbrella no era muy aconsejable para la salud. Y ahora pretendían que condujera
a los STARS a la mansión y a los laboratorios de Arklay para descubrir qué tal lo
hacían las mascotas guerreras de Umbrella contra soldados armados. ¿Y les
preocupaba que él pudiera morir en la misión? En absoluto, siempre y cuando
registrara los datos primero, de eso estaba seguro.
Investigadores, médicos, técnicos, cualquiera que trabajara para White
Umbrella durante más de una década o dos tenía la costumbre de acabar
desapareciendo o muriendo. George Trevor y su familia, el doctor Marcus, Dees, el
doctor Darius, Alexander Ashford… Y ésos eran sólo los nombres de los más
importantes. Sólo Dios sabía cuánta gente menos importante había acabado
enterrada en alguna parte… o se había transformado en el sujeto experimental A, B
o C.
La sombra de una sonrisa se le formó en la comisura de la boca. Pensándolo
bien, él sí que tenía una buena idea de cuántos. Trabajaba para White Umbrella
desde finales de los años setenta, y la mayor parte de ese tiempo había estado
destinado al área de Raccoon. Y había visto a los matasanos utilizar a un buen
número de sujetos experimentales, muchos de los cuales él mismo había ayudado a
conseguir. Tendría que haber dejado Umbrella hacía ya tiempo, y si lograba
conseguir los datos que querían los peces gordos, quizá hasta podría lanzarse a
una pequeña escaramuza de buen regateo, un regalo de despedida para financiar
su jubilación. White Umbrella no era el único grupo interesado en la investigación
de armas biológicas.
Pero primero, una buena limpieza al tren.
Y a este lugar, pensó, contemplando cómo el soldado con la herida en la
cabeza tropezaba con una silla e iba a parar al suelo. El centro de formación estaba
conectado con la planta «privada» de tratamiento del agua por un túnel
subterráneo; se tendría que despejar todo.
Pasaron unos segundos, y el soldado que se veía en la pantalla consiguió
ponerse en pie y siguió su paseo a ninguna parte. Parecía tener un tenedor clavado
en el hombro derecho, un recuerdo de la caída. El soldado, naturalmente, no lo
notó. Se trataba de una enfermedad encantadora. Sin duda se habrían dado el
mismo tipo de escenas en los laboratorios Arklay, de eso Wesker estaba
convencido; las últimas llamadas desesperadas desde el laboratorio en cuarentena
habían mostrado un retrato muy vívido de la gran efectividad del virus-T. Eso
también se tendría que limpiar, pero no hasta que hubiera llevado allí a los STARS
para un pequeño ejercicio de entrenamiento.
Iba a ser un encuentro interesante. Los STARS eran buenos, él personalmente
había elegido a la mitad de ellos, pero nunca se habían enfrentado a nada parecido
al virus-T. El soldado agonizante de la pantalla era un ejemplo perfecto: cargado
del virus recombinante, seguía recorriendo el comedor, incansable, lenta y
estúpidamente. No sentía ningún dolor, y atacaría sin dudarlo a cualquiera o
cualquier cosa que se cruzara en su camino, con el virus buscando constantemente
nuevos portadores a los que infectar. Aunque el vertido original supuestamente
había contaminado el aire, pasado ese tiempo, el virus sólo se contagiaba a través
de los fluidos corporales. Por la sangre, o por un mordisco. Y el soldado tan sólo
era un hombre, a fin de cuentas; el virus-T atacaba a todo tipo de tejido vivo, y
había otros… animales… para ver en acción, incluyendo desde creaciones de
laboratorio a la fauna local.
Enrico debería de tener ya a los Bravo en acción, buscando a los
excursionistas desaparecidos, pero no era muy probable que encontraran nada allí
donde había planeado buscar. Muy pronto, Wesker se encargaría de organizar una
excursión de los dos equipos a la «desierta» mansión Spencer. Entonces borraría
todas las pruebas, iniciaría su nueva y rica vida, y mandaría al infierno a White
Umbrella, al infierno su vida de agente doble, jugando con las vidas de hombres y
mujeres que no le importaban en absoluto.
El hombre agonizante de la pantalla volvió a caerse, consiguió levantarse con
esfuerzo y continuó dando vueltas.
—A por el oro, muchacho —dijo Wesker, y soltó una risita que resonó en el
oscuro vacío.
Algo se movió entre los matorrales. Algo mayor que una ardilla.
Rebecca se volvió hacia el sonido mientras dirigía el haz de la linterna y su
nueve milímetros hacia el matojo. La luz captó el final del movimiento, las hojas
aún se movían y la luz de la linterna temblaba al mismo ritmo. Se acercó un paso,
tragando saliva y contando hacia atrás desde diez. Fuera lo que fuera, se había ido.
Un mapache, seguro. O quizá el perro de alguien que se ha escapado.
Miró el reloj convencida de que debía de ser la hora de regresar, pero vio que
únicamente había estado sola durante poco mas de cinco minutos. No había visto u
oído nada desde que se alejó del helicóptero; era como si todos los demás hubieran
desaparecido de la faz de la tierra.
O he desaparecido yo, pensó sombría. Bajó ligeramente el cañón de la pistola y
miró hacia atrás para comprobar su posición. Había estado dirigiéndose más o
menos hacia el suroeste del lugar donde habían aterrizado; seguiría adelante
durante unos minutos y luego…
Rebecca parpadeó sorprendida al ver una pared de metal bajo la luz de la
linterna, a menos de diez metros. Recorrió la superficie con el haz y vio ventanas,
una puerta…
—Un tren —murmuró, frunciendo el entrecejo. Le parecía recordar algo sobre
una vía en aquella zona… Umbrella, la corporación farmacéutica, tenía una línea
privada que iba de Latham a Raccoon City, ¿no? No estaba muy segura de la
historia porque no era de la región, pero juraría que la compañía se había fundado
en Raccoon. La sede principal de Umbrella se había trasladado a Europa hacía
algún tiempo, pero aún seguían siendo los dueños de casi toda la ciudad.
¿Y qué hace esto aquí, en medio del bosque, a estas horas de la noche?
Recorrió el tren de arriba abajo con el haz de luz y descubrió que había cinco
vagones altos, de dos pisos cada uno. Justo bajo el techo del vagón que tenía
delante vio escrito EXPRESO ECLÍPTICO. Había unas cuantas bombillas encendidas,
pero eran muy tenues, con una luz casi incapaz de atravesar las ventanas, y de
éstas, varias estaban rotas. Le pareció ver la silueta de una persona junto a una de
las que permanecían intactas, pero no se movía. Quizá estuviera durmiendo.
O herida, o muerta. Tal vez esta cosa se detuvo porque Billy Coen encontró la manera
de llegar a la vía.
¡Menuda idea! En ese mismo momento podía encontrarse dentro, con
rehenes. Había llegado la hora de pedir refuerzos. Movió la mano hacia la radio,
pero se detuvo.
O quizá el tren se averió hace un par de semanas y todavía sigue aquí, y todo lo que
encontrarás dentro será una colonia de marmotas.
¿Se burlarían los del equipo de eso? No, se mostrarían muy amables, pero ella
tendría que aguantar que le tomaran el pelo durante semanas o incluso meses por
pedir refuerzos para entrar en un tren vacío.
Volvió a mirar el reloj y vio que habían pasado dos minutos desde la última
vez. De repente, sintió que una gota de un líquido frío le caía en la nariz y después
otra en el brazo. Luego oyó el repique suave y musical de cientos de gotas que
caían sobre las hojas y la tierra, y finalmente de miles, cuando la tormenta por fin
se desencadenó.
La lluvia decidió por ella; echaría un vistazo rápido al interior del tren antes
de regresar, sólo para asegurarse de que todo estaba como debería estar. Si Billy no
rondaba por ahí, al menos podría informar de que el tren parecía estar despejado.
Y si él estaba allí…
—Tendrás que vértelas conmigo —murmuró, y sus palabras se perdieron en
el estruendo de la tormenta, que fue arreciando mientras ella avanzaba hacia el
tren.
Las aspas del helicóptero cortaban la oscuridad que cubría el bosque de
Raccoon.
Rebecca Chambers estaba sentada muy tiesa, esforzándose por parecer tan
tranquila como los hombres que la rodeaban. El ambiente era serio, tan sombrío y
nublado como los cielos que cruzaban. Las bromas y los chistes se habían quedado
atrás, en la reunión informativa. No se trataba de un ejercicio de entrenamiento.
Tres personas más, tres excursionistas, habían desaparecido, un hecho no tan
extraño en un bosque tan grande como el que rodeaba Raccoon, pero con la ola de
asesinatos salvajes que habían aterrorizado a la pequeña población durante las
últimas semanas, la palabra «desaparecido» había adquirido un nuevo significado.
Sólo unos pocos días antes se había encontrado a la novena víctima, tan destrozada
y mutilada como si la hubieran pasado por una picadora de carne. Estaban
matando a gente. Algo o alguien atacaba salvajemente en los alrededores de la
ciudad, y la policía de Raccoon no estaba obteniendo ningún resultado. Finalmente
habían llamado al comando local de los STARS para que colaborase en la
investigación.
Rebecca alzó ligeramente la barbilla, en un destello de orgullo que superó su
nerviosismo. Aunque estaba graduada en bioquímica, la habían asignado al equipo
Bravo como médico de campo. Hacía menos de un mes que pertenecía al grupo.
Mi primera misión. Lo que quiere decir que más vale que no la fastidie.
Respiró hondo y soltó el aire lentamente, mientras intentaba mantener una
expresión neutra.
Edward le dedicó una sonrisa alentadora, y Sully se inclinó hacia adelante en
la abarrotada cabina para darle una palmadita tranquilizadora en la pierna. Al
parecer, su fingida calma no colaba. A pesar de todo lo lista que era y de lo
preparada que estaba para iniciar su carrera, no podía hacer nada respecto a su
edad, o respecto a parecer aún más joven. A sus dieciocho años, era la persona más
joven que los STARS habían aceptado nunca, desde su creación en 1967. Y como
era la única mujer en el equipo B de Raccoon, todos la trataban como si fuera su
hermana pequeña.
Suspiró, le devolvió la sonrisa a Edward y le hizo un gesto a Sully con la
cabeza. No era tan terrible tener un puñado de tipos duros como hermanos
mayores, vigilándola. Siempre y cuando entendieran que podía cuidar de sí misma
cuando hiciera falta.
Eso creo, añadió para sí en silencio. Después de todo, era su primera misión, y
aunque estaba en perfecta forma física, su experiencia en combate se limitaba a las
simulaciones de vídeo y a las misiones de entrenamiento de fin de semana. La
Escuadra de Tácticas Especiales y Rescates la quería en sus laboratorios, pero era
obligatorio cubrir un tiempo en servicio de campo, y Rebecca necesitaba
experiencia. De todas formas, inspeccionarían los bosques en grupo. Si se
encontraban con la gente o con los animales que habían estado atacando a los
habitantes de Raccoon, tendría quien le cubriera las espaldas.
Se vio el destello de un rayo hacia el norte, cerca. El ruido del trueno se
perdió bajo el rugido del helicóptero. Rebecca se inclinó ligeramente hacia adelante
e intentó penetrar la oscuridad. Había sido un día claro y despejado, pero justo
antes de la puesta de sol habían comenzado a formarse nubes. No cabía duda de
que volverían a casa mojados. Al menos iba a ser una lluvia cálida; supuso que
podría ser mucho…
¡Boom!
Había estado tan concentrada pensando en la tormenta que se cernía sobre
ellos, que durante un segundo, incluso mientras el helicóptero se inclinaba
peligrosamente y caía, creyó que se trataba del ruido de un trueno. Desde la cabina
se fue alzando un terrible gemido agudo y el suelo empezó a vibrar bajo sus botas.
Captó el olor caliente del metal quemado y del ozono.
¿Un rayo?
—¿Qué ha sido eso? —gritó alguien. Era Enrico, desde el asiento del copiloto.
—¡El motor ha fallado! —explicó a gritos el piloto, Kevin Dooley—.
¡Aterrizaje de emergencia!
Rebeca se sujetó con fuerza a un hierro de la estructura y miró hacia sus
compañeros para evitar la visión de los árboles, que subían rápidamente hacia
ellos. Observó el gesto decidido y serio del mentón de Sully, los dientes apretados
de Edward y la mirada de preocupación que intercambiaron Richard y Forest
mientras se agarraban a los salientes de la estructura y los asideros de la vibrante
pared. Delante, Enrico estaba gritando alguna cosa, algo que Rebecca no pudo
descifrar por encima del sonido agonizante del motor. Cerró los ojos durante un
instante, pensó en sus padres… Pero el viaje era demasiado violento como para
poder pensar. Los golpes y los azotes de las ramas de los árboles sacudían el
helicóptero con tal estruendo que lo único que pudo hacer Rebecca fue no perder la
esperanza. El helicóptero giró fuera de control y se precipitó describiendo una
espiral escalofriante, entre sacudidas y bandazos.
Un segundo después todo había acabado. El silencio fue tan repentino y
completo que Rebecca pensó que se había quedado sorda. Todo movimiento se
detuvo. Entonces oyó el goteo sobre el metal, el jadeo ahogado del motor y los
feroces latidos de su propio corazón. Se dio cuenta de que estaban en tierra. Kevin
lo había logrado, y sin un solo rebote.
—¿Estáis todos bien? —Enrico Marín, el capitán, estaba medio vuelto en el
asiento.
Rebecca unió su gesto inseguro al coro de afirmaciones.
—¡Bien pilotado, Kev! —exclamó Forest, y se alzó un nuevo coro. Rebecca
estaba totalmente de acuerdo.
—¿Funciona la radio? —preguntó Enrico al piloto, que estaba dando
golpecitos a los controles y moviendo los interruptores.
—Parece que se ha frito toda la parte eléctrica —contestó Kev—. Debe de
haber sido un rayo. No nos ha dado de lleno, pero ha pasado lo suficientemente
cerca. La baliza tampoco funciona.
—¿Se puede arreglar?
Enrico formuló la pregunta para todos, pero miró a Richard, que era el oficial
de comunicaciones. A su vez, Richard miró a Edward, que se encogió de hombros.
Edward era el mecánico del equipo Bravo.
—Voy a echarle una ojeada —repuso Edward—, pero si Kev dice que el
transmisor está quemado, es que seguramente lo está.
El capitán asintió con un lento movimiento de cabeza mientras se acariciaba
el bigote con una mano y consideraba qué opciones tenían. Pasados unos
segundos, suspiró.
—Llamé cuando el rayo nos alcanzó, pero no sé si el mensaje salió —
informó—. Tienen nuestras últimas coordenadas. Si no informamos pronto,
vendrán a buscarnos.
Los que vendrían a buscarlos eran el equipo Alfa de los STARS. Rebecca
asintió con los demás, sin estar segura de si debía estar decepcionada o no. Su
primera misión había acabado incluso antes de empezar.
Enrico volvió a tocarse el bigote, atusándoselo en las comisuras de la boca con
los dedos índice y pulgar.
—Todo el mundo afuera —ordenó—. Veamos dónde estamos.
Salieron uno a uno de la cabina. Rebecca se fue dando cuenta de la situación
en la que se hallaban mientras se iban reuniendo en la oscuridad. Tenían
muchísima suerte de estar vivos.
Nos ha caído un rayo. Y mientras buscamos asesinos locos, ni más ni menos, pensó,
sorprendiéndose. Incluso si la misión había concluido, sin duda había sido lo más
excitante que le había pasado nunca.
El aire se notaba cálido y cargado de la inminente lluvia. Las sombras eran
profundas. Pequeños animales correteaban por el sotobosque. Se encendieron un
par de linternas y los haces de luz cortaron la oscuridad mientras Enrico y Edward
rodeaban el helicóptero examinando los daños. Rebecca sacó su linterna de la
mochila, aliviada de no habérsela olvidado.
—¿Cómo lo llevas?
Rebecca se volvió y vio a Ken «Sully» Sullivan sonriéndole. Había sacado su
arma, y el cañón de la nueve milímetros apuntaba hacia el nuboso cielo,
recordándole tristemente cuál era la razón de su presencia allí.
—Realmente sabéis cómo hacer una entrada sonada, ¿no? —bromeó,
devolviéndole la sonrisa.
El hombre alto rió, y los blancos dientes resaltaron contra la oscuridad de la
piel.
—La verdad es que siempre hago esto para los nuevos reclutas. Es un gasto
en helicópteros, pero tenemos que mantener nuestra reputación.
Rebecca estaba a punto de preguntar qué opinaría el jefe de policía de ese
gasto —era nueva en la zona, pero ya había oído decir que el jefe Irons era famoso
por su tacañería— cuando Enrico se unió a ellos, sacando su arma y alzando la voz
para que todos pudieran oírlo.
—De acuerdo, chicos. Abrámonos en abanico e inspeccionemos los
alrededores. Kev, quédate en el helicóptero. El resto, no os separéis demasiado,
sólo quiero que aseguréis la zona. El equipo Alfa podría estar aquí en menos de
una hora.
No completó la frase, no dijo que también podría pasar mucho más tiempo,
pero era innecesario. Al menos por el momento, estaban solos.
Rebecca sacó la nueve milímetros de la funda y comprobó cuidadosamente
los cargadores y la recámara como le habían enseñado, con el arma en posición
vertical para evitar apuntar a alguien sin darse cuenta. Los otros se movían a
ambos lados, comprobando sus armas y encendiendo las linternas.
Rebecca respiró hondo y comenzó a andar en línea recta, enfocando el rayo
de luz de la linterna hacia adelante. Enrico estaba sólo a unos cuantos metros y
avanzaba en paralelo a ella. Se había alzado una fina neblina baja, que se enrollaba
entre los matojos como una marea fantasmal. A unos doce metros, los árboles se
abrían y formaban un sendero lo suficientemente ancho para considerarse una
carretera pequeña, aunque la niebla le impedía estar segura. Todo estaba en
silencio excepto por los truenos, que sonaban más cerca de lo que se había
esperado; tenían la tormenta casi encima. El haz de luz iluminó árboles, luego
oscuridad y luego otra vez árboles, con un destello de lo que parecía…
—¡Mire, capitán!
Enrico se puso a su lado y, en segundos, cinco luces más se dirigieron hacia el
brillo metálico que Rebecca había visto y lo iluminaron: una estrecha carretera de
tierra y un jeep volcado. Mientras el equipo se acercaba, Rebecca pudo ver las
letras PM grabadas en un lado. Policía Militar. Vio una pila de ropa que salía por el
parabrisas roto y frunció el entrecejo. Se acercó para ver mejor y, mientras
rebuscaba el kit médico, corrió a arrodillarse junto al jeep volcado. Ya antes de
agacharse supo que no podría hacer nada. Había tanta sangre…
Dos hombres. Uno había salido disparado limpiamente y yacía a unos
cuantos metros. El otro, el hombre rubio que tenía ante sí, aún tenía medio cuerpo
dentro del jeep. Ambos llevaban ropa militar de trabajo. El rostro y la parte
superior del cuerpo de ambos habían sido horriblemente mutilados. Tenían
grandes desgarros en la piel y en los músculos, y unas heridas profundas en el
cuello. Era imposible que fueran resultado del accidente.
Pensativa, Rebecca le buscó el pulso y se fijó en que la piel estaba muy fría. Se
incorporó y fue hacia el otro cadáver; de nuevo buscó alguna señal de vida, pero
estaba tan frío como el primero.
—¿Crees que son de Ragithon? —preguntó Richard. Rebecca vio un maletín
junto a la pálida mano extendida del segundo cadáver y fue a buscarlo medio
agachada. La respuesta de Enrico le llegó mientras levantaba la tapa del maletín.
—Es la base más cercana, pero mira la insignia. Son marines. Podrían ser de
Donnell —dijo.
Sobre un puñado de carpetas de informes había un sujetapapeles con un
documento de aspecto oficial. En la esquina superior izquierda se veía la foto de
carnet de un hombre apuesto y de ojos oscuros vestido de civil. Ninguno de los
cadáveres se le parecía. Rebeca alzó las hojas y leyó en silencio… y se le quedó la
boca seca.
—¡Capitán! —consiguió decir, mientras se levantaba.
Enrico levantó la vista desde donde se hallaba agachado junto al jeep.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
Rebecca leyó en voz alta la parte relevante.
—Una orden judicial para transportar a alguien… «Prisionero William Coen,
ex teniente, de veintiséis años de edad. Sometido a un consejo de guerra y
sentenciado a muerte el 22 de julio. El prisionero será transportado a la base de
Ragithon para ser ejecutado.»
El teniente había sido acusado de asesinato en primer grado.
Edward le cogió el documento de las manos. Dijo en voz alta y cargada de
furia lo que ya se estaba formando en la mente de Rebecca.
—Estos pobres soldados. Sólo estaban haciendo su trabajo, y ese canalla los
ha asesinado y se ha escapado.
Enrico, a su vez, le tomó los documentos de las manos a él y les echó una
rápida ojeada.
—Muy bien, muchachos. Cambio de planes. Tenemos un asesino suelto.
Separémonos y reconozcamos la zona más próxima, a ver si podemos localizar al
teniente Billy. Manteneos alerta e informad cada quince minutos, pase lo que pase.
Todos hicieron gestos de asentimiento. Rebecca respiró hondo mientras los
otros comenzaban a moverse y comprobó su reloj, decidida a ser tan profesional
como cualquier otro componente del equipo. Quince minutos sola, ningún
problema. ¿Qué podía pasar en quince minutos? Sola, en medio de esos bosques
tan oscuros.
—¿Tienes tu radio?
Rebecca pegó un bote y se volvió al oír la voz de Edward. El mecánico estaba
justo a su espalda y le dio una palmadita en el hombro, sonriendo.
—Tranquila, nena.
Rebecca le devolvió la sonrisa, aunque odiaba que la llamaran «nena». ¡Por el
amor de Dios, Edward sólo tenía veintiséis años! Rebecca dio unos golpecitos a la
unidad de radio que colgaba de su cinturón.
—Comprobado.
Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó. Su mensaje era
claro y tranquilizador. Rebecca no estaría realmente sola, no mientras tuviera la
radio. Miró alrededor y vio que algunos de los otros ya estaban fuera de su vista.
Kevin seguía en el asiento del piloto y estaba examinando el portafolios que ella
había encontrado. La vio y le dedicó un saludo militar. Rebecca alzó el pulgar y
cuadró los hombros mientras volvía a desenfundar su arma y se adentraba en la
noche. En lo alto, retumbó un trueno.
Albert Wesker se hallaba sentado en la planta de tratamiento Con B1. La
única luz en la sala provenía del parpadeo de seis monitores de observación, que
cambiaban de imagen en rotaciones de cinco segundos. Se veían todos los niveles
del centro de formación, los pisos superior e inferior de la planta de tratamiento
del agua y el túnel que conectaba a los dos. Contempló las silenciosas pantallas en
blanco y negro sin verlas realmente; la mayor parte de su atención estaba centrada
en la transmisión que estaba recibiendo de los del comando de limpieza. Un grupo
de tres hombres —bueno, dos y el piloto— estaba de camino en helicóptero, en
silencio la mayor parte del tiempo; eran profesionales y no perdían el tiempo con
bromas de machos o chistes de jovencitos, lo que significaba que Wesker estaba
oyendo un montón de estática. Ningún problema; el ruido blanco combinaba bien
con los rostros inexpresivos de mirada fija que veía en los monitores, los cuerpos
destrozados tirados por los rincones, los hombres que habían sido infectados
vagando sin rumbo por los corredores vacíos. Como en la mansión y los
laboratorios Arklay, a unos cuantos kilómetros de allí, los campos privados de
entrenamiento de White Umbrella y los centros conectados a ellos habían sido
atacados por el virus.
—Tiempo de llegada estimado, treinta minutos, cambio —dijo el piloto, y su
voz resonó en la sala tenuemente iluminada.
—Recibido —contestó Wesker, inclinándose sobre el micro.
De nuevo silencio. No hacía falta hablar sobre lo que ocurriría cuando
llegaran al tren… y, aunque era un canal seguro, era mejor no decir más de lo
estrictamente necesario. Umbrella se había cimentado en el secreto, una
característica del gigante farmacéutico que, en los niveles superiores de gestión,
todos seguían respetando. Incluso de los negocios legítimos de la compañía,
cuanto menos se hablase, mejor.
Todo se está viniendo abajo, pensó Wesker sin preocuparse, mientras observaba
las pantallas. La mansión Spencer y los laboratorios que la rodeaban habían caído a
mediados de mayo. White Umbrella lo tomó como un «accidente», y se sellaron los
laboratorios hasta que los investigadores y el personal infectado pasaran a ser
«inefectivos». Después de todo, siempre ocurren errores. Pero la pesadilla del
centro de formación, que aún se estaba representando ante él, había sucedido a
continuación, menos de un mes después…, y hacía sólo unas cuantas horas, el
maquinista del tren privado de Umbrella, el Expreso Eclíptico, había apretado el
botón de alarma de peligro biológico.
Así que no sirvió de nada encerrarlo, el virus se filtró y se esparció. Es así de simple,
¿no?
En el comedor del centro de formación había un puñado de reclutas
infectados. Uno de ellos caminaba en círculos irregulares alrededor de lo que había
sido una bonita mesa. Le goteaba algún fluido viscoso de una fea herida en la
cabeza mientras avanzaba a trompicones, sin conciencia de dónde estaba, ni del
dolor, ni de nada. Wesker apretó varias teclas del panel de control que se hallaba
bajo el monitor para impedir que la imagen cambiara. Se recostó en la silla y se
dedicó a observar al caminante condenado dar vueltas alrededor de la mesa.
—Podría haber sido sabotaje —dijo en voz baja. No podía estar seguro. De ser
así, estaba preparado para parecer natural; un vertido en el laboratorio de Arklay,
un aislamiento incompleto. Unas cuantas semanas después, un par de
excursionistas desaparecidos, posiblemente obra de uno o dos sujetos
experimentales escapados; y unas semanas más tarde, infección en el segundo
centro de White Umbrella. Era muy improbable que uno de los portadores del
virus hubiera ido a parar por casualidad a uno de los otros laboratorios de
Raccoon, pero era posible. Excepto que en ese momento tenía que pensar también
en el tren. Y eso no parecía un accidente. Daba la sensación de estar… planeado.
Mierda, podría haberlo hecho yo mismo, si se me hubiera ocurrido.
Desde hacía algún tiempo había estado buscando la forma de salir de todo
esto, cansado de trabajar para una gente que eran claramente inferiores a él, y
plenamente consciente de que pasar demasiado tiempo en la nómina de White
Umbrella no era muy aconsejable para la salud. Y ahora pretendían que condujera
a los STARS a la mansión y a los laboratorios de Arklay para descubrir qué tal lo
hacían las mascotas guerreras de Umbrella contra soldados armados. ¿Y les
preocupaba que él pudiera morir en la misión? En absoluto, siempre y cuando
registrara los datos primero, de eso estaba seguro.
Investigadores, médicos, técnicos, cualquiera que trabajara para White
Umbrella durante más de una década o dos tenía la costumbre de acabar
desapareciendo o muriendo. George Trevor y su familia, el doctor Marcus, Dees, el
doctor Darius, Alexander Ashford… Y ésos eran sólo los nombres de los más
importantes. Sólo Dios sabía cuánta gente menos importante había acabado
enterrada en alguna parte… o se había transformado en el sujeto experimental A, B
o C.
La sombra de una sonrisa se le formó en la comisura de la boca. Pensándolo
bien, él sí que tenía una buena idea de cuántos. Trabajaba para White Umbrella
desde finales de los años setenta, y la mayor parte de ese tiempo había estado
destinado al área de Raccoon. Y había visto a los matasanos utilizar a un buen
número de sujetos experimentales, muchos de los cuales él mismo había ayudado a
conseguir. Tendría que haber dejado Umbrella hacía ya tiempo, y si lograba
conseguir los datos que querían los peces gordos, quizá hasta podría lanzarse a
una pequeña escaramuza de buen regateo, un regalo de despedida para financiar
su jubilación. White Umbrella no era el único grupo interesado en la investigación
de armas biológicas.
Pero primero, una buena limpieza al tren.
Y a este lugar, pensó, contemplando cómo el soldado con la herida en la
cabeza tropezaba con una silla e iba a parar al suelo. El centro de formación estaba
conectado con la planta «privada» de tratamiento del agua por un túnel
subterráneo; se tendría que despejar todo.
Pasaron unos segundos, y el soldado que se veía en la pantalla consiguió
ponerse en pie y siguió su paseo a ninguna parte. Parecía tener un tenedor clavado
en el hombro derecho, un recuerdo de la caída. El soldado, naturalmente, no lo
notó. Se trataba de una enfermedad encantadora. Sin duda se habrían dado el
mismo tipo de escenas en los laboratorios Arklay, de eso Wesker estaba
convencido; las últimas llamadas desesperadas desde el laboratorio en cuarentena
habían mostrado un retrato muy vívido de la gran efectividad del virus-T. Eso
también se tendría que limpiar, pero no hasta que hubiera llevado allí a los STARS
para un pequeño ejercicio de entrenamiento.
Iba a ser un encuentro interesante. Los STARS eran buenos, él personalmente
había elegido a la mitad de ellos, pero nunca se habían enfrentado a nada parecido
al virus-T. El soldado agonizante de la pantalla era un ejemplo perfecto: cargado
del virus recombinante, seguía recorriendo el comedor, incansable, lenta y
estúpidamente. No sentía ningún dolor, y atacaría sin dudarlo a cualquiera o
cualquier cosa que se cruzara en su camino, con el virus buscando constantemente
nuevos portadores a los que infectar. Aunque el vertido original supuestamente
había contaminado el aire, pasado ese tiempo, el virus sólo se contagiaba a través
de los fluidos corporales. Por la sangre, o por un mordisco. Y el soldado tan sólo
era un hombre, a fin de cuentas; el virus-T atacaba a todo tipo de tejido vivo, y
había otros… animales… para ver en acción, incluyendo desde creaciones de
laboratorio a la fauna local.
Enrico debería de tener ya a los Bravo en acción, buscando a los
excursionistas desaparecidos, pero no era muy probable que encontraran nada allí
donde había planeado buscar. Muy pronto, Wesker se encargaría de organizar una
excursión de los dos equipos a la «desierta» mansión Spencer. Entonces borraría
todas las pruebas, iniciaría su nueva y rica vida, y mandaría al infierno a White
Umbrella, al infierno su vida de agente doble, jugando con las vidas de hombres y
mujeres que no le importaban en absoluto.
El hombre agonizante de la pantalla volvió a caerse, consiguió levantarse con
esfuerzo y continuó dando vueltas.
—A por el oro, muchacho —dijo Wesker, y soltó una risita que resonó en el
oscuro vacío.
Algo se movió entre los matorrales. Algo mayor que una ardilla.
Rebecca se volvió hacia el sonido mientras dirigía el haz de la linterna y su
nueve milímetros hacia el matojo. La luz captó el final del movimiento, las hojas
aún se movían y la luz de la linterna temblaba al mismo ritmo. Se acercó un paso,
tragando saliva y contando hacia atrás desde diez. Fuera lo que fuera, se había ido.
Un mapache, seguro. O quizá el perro de alguien que se ha escapado.
Miró el reloj convencida de que debía de ser la hora de regresar, pero vio que
únicamente había estado sola durante poco mas de cinco minutos. No había visto u
oído nada desde que se alejó del helicóptero; era como si todos los demás hubieran
desaparecido de la faz de la tierra.
O he desaparecido yo, pensó sombría. Bajó ligeramente el cañón de la pistola y
miró hacia atrás para comprobar su posición. Había estado dirigiéndose más o
menos hacia el suroeste del lugar donde habían aterrizado; seguiría adelante
durante unos minutos y luego…
Rebecca parpadeó sorprendida al ver una pared de metal bajo la luz de la
linterna, a menos de diez metros. Recorrió la superficie con el haz y vio ventanas,
una puerta…
—Un tren —murmuró, frunciendo el entrecejo. Le parecía recordar algo sobre
una vía en aquella zona… Umbrella, la corporación farmacéutica, tenía una línea
privada que iba de Latham a Raccoon City, ¿no? No estaba muy segura de la
historia porque no era de la región, pero juraría que la compañía se había fundado
en Raccoon. La sede principal de Umbrella se había trasladado a Europa hacía
algún tiempo, pero aún seguían siendo los dueños de casi toda la ciudad.
¿Y qué hace esto aquí, en medio del bosque, a estas horas de la noche?
Recorrió el tren de arriba abajo con el haz de luz y descubrió que había cinco
vagones altos, de dos pisos cada uno. Justo bajo el techo del vagón que tenía
delante vio escrito EXPRESO ECLÍPTICO. Había unas cuantas bombillas encendidas,
pero eran muy tenues, con una luz casi incapaz de atravesar las ventanas, y de
éstas, varias estaban rotas. Le pareció ver la silueta de una persona junto a una de
las que permanecían intactas, pero no se movía. Quizá estuviera durmiendo.
O herida, o muerta. Tal vez esta cosa se detuvo porque Billy Coen encontró la manera
de llegar a la vía.
¡Menuda idea! En ese mismo momento podía encontrarse dentro, con
rehenes. Había llegado la hora de pedir refuerzos. Movió la mano hacia la radio,
pero se detuvo.
O quizá el tren se averió hace un par de semanas y todavía sigue aquí, y todo lo que
encontrarás dentro será una colonia de marmotas.
¿Se burlarían los del equipo de eso? No, se mostrarían muy amables, pero ella
tendría que aguantar que le tomaran el pelo durante semanas o incluso meses por
pedir refuerzos para entrar en un tren vacío.
Volvió a mirar el reloj y vio que habían pasado dos minutos desde la última
vez. De repente, sintió que una gota de un líquido frío le caía en la nariz y después
otra en el brazo. Luego oyó el repique suave y musical de cientos de gotas que
caían sobre las hojas y la tierra, y finalmente de miles, cuando la tormenta por fin
se desencadenó.
La lluvia decidió por ella; echaría un vistazo rápido al interior del tren antes
de regresar, sólo para asegurarse de que todo estaba como debería estar. Si Billy no
rondaba por ahí, al menos podría informar de que el tren parecía estar despejado.
Y si él estaba allí…
—Tendrás que vértelas conmigo —murmuró, y sus palabras se perdieron en
el estruendo de la tormenta, que fue arreciando mientras ella avanzaba hacia el
tren.
Re: Resident Evil: Hora Cero
Capítulo 2
Billy estaba sentado en el suelo entre dos filas de asientos e intentaba abrir las
esposas con un clip que había encontrado tirado. Una de las esposas, la derecha,
estaba suelta. Se había roto cuando el jeep había volcado, pero a no ser que quisiera
pasearse con un brazalete ruidoso e incriminatorio, tenía que librarse de la otra.
Librarme de ella y salir de aquí a toda prisa, pensó, hurgando el cierre con la
delgada pieza de metal. No alzaba la vista; no necesitaba recordar dónde se
hallaba, no hacía ninguna falta. El aire estaba cargado de olor a sangre, que se
encontraba por todas partes, y aunque en el vagón de tren en el que había entrado
no había cuerpos, no tenía ninguna duda de que los otros vagones estaban llenos.
Los perros, han tenido que ser esos perros…, aunque, ¿quién los habrá azuzado?
El mismo tipo que habían visto en el bosque. Tenía que ser él. El tipo que se
había plantado delante del jeep y hecho que se estrellaran después de perder el
control. Billy había salido bien parado, y excepto por unos cuantos morados, estaba
ileso. Pero los policías militares que lo escoltaban, Dickson y Eider, habían
quedado atrapados bajo el vehículo volcado, aunque seguían vivos. Al hombre que
los había hecho parar, fuera quien fuera, no se lo veía por ninguna parte.
Habían sido un par de minutos temibles, de pie en la creciente oscuridad,
mientras el olor cálido y aceitoso de la gasolina le daba en la cara e intentaba tomar
una decisión: ¿salir corriendo o pedir ayuda por la radio? No quería morir, no
merecía morir, a no ser que ser confiado y estúpido fuera una ofensa que mereciera
la muerte. Pero tampoco podía dejar a esos hombres atrapados bajo una tonelada
de metal retorcido, heridos y semiinconscientes. La elección que habían hecho,
tomar un camino de tierra que atravesaba los bosques hasta la base, significaba que
podía pasar mucho tiempo antes de que alguien los encontrara. Sí, era cierto que lo
llevaban ante el pelotón de ejecución, pero sólo estaban cumpliendo órdenes, no
era nada personal, y ellos merecían morir tan poco como él.
Había decidido optar por una solución intermedia: pediría ayuda por la radio
y luego saldría corriendo a toda pastilla… Pero entonces llegaron los perros. Tres
cosas grandes, húmedas y horrorosas, y no había tenido más opción que correr
para salvarse, porque notó algo muy, muy raro en esos bichos; lo notó incluso
antes de que atacaran a Dickson, antes de que le destrozaran el cuello con los
dientes mientras lo arrastraban hasta sacarlo de debajo del jeep.
Billy pensó que había oído un clic e intentó abrir la esposa, pero dejó escapar
un bufido entre dientes al ver que el cierre de metal se negaba a abrirse. Maldito
trasto. Había encontrado el clip por casualidad, aunque había cosas tiradas por
todos lados, papeles, bolsas, abrigos, objetos personales, y casi todas estaban
manchadas de sangre. Quizá encontraría algo más útil que el clip si buscaba con
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más calma, pero eso significaría quedarse en el tren, lo cual no tenía ninguna pinta
de ser una buena idea. Por lo que sabía, incluso podía ser ahí donde vivían esos
perros, quizá se escondieran allí con el estúpido chalado que se lanzaba ante
coches en movimiento. Sólo había subido al tren para esquivar a los perros, para
tranquilizarse y pensar cuál sería su próximo movimiento.
Y resulta que este tren es el Expreso del Matadero —pensó mientras meneaba la
cabeza—. Esto sí que es salir del fuego para caer en las brasas.
Cualquiera que fuera la mierda que pasaba en esos bosques, él no quería
formar parte. Se sacaría las esposas, buscaría algún tipo de arma, quizá cogiera una
cartera o dos entre todo ese equipaje manchado de sangre —estaba seguro que a
los dueños ya no les importaría— y regresaría a la civilización. Y luego a Canadá, o
quizá a México. Nunca antes había robado, tampoco nunca había pensado en
abandonar el país, pero llegado a ese punto tenía que pensar como un criminal,
sobre todo si tenía intención de sobrevivir.
Oyó truenos, luego el suave golpeteo de la lluvia sobre algunas de las
ventanas rotas. Los golpecitos se convirtieron en un repiqueteo estruendoso. El aire
con olor a sangre se hizo menos espeso cuando una ráfaga de viento entró por uno
de los vidrios destrozados. Magnífico. Al parecer tendría que hacer una excursión
en medio de una tormenta.
—Lo que sea —murmuró, y tiró el inútil clip contra el asiento que estaba ante
él. La situación ya se había fastidiado todo lo posible, así que dudaba que pudiera
empeorar.
Billy se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. La puerta exterior del
vagón se estaba abriendo. Pudo oír el roce del metal; la lluvia sonó más fuerte
durante un instante, y luego igual que antes. Alguien había subido.
¡Mierda!
¿Y si era el loco con los perros?
¿Y si alguien ha encontrado el jeep?
Sintió un pesado nudo en el estómago. Podría ser. Tal vez alguien de la base
había decidido coger la carretera secundaria esa noche; quizá ya hubieran avisado,
al ver el accidente y enterarse de que debía haber un tercer ocupante, un hombre
camino de su ejecución.
Incluso podría ser que ya lo estuvieran buscando.
No se movió; se quedó escuchando atentamente los movimientos de quien
fuera que había entrado desde la lluvia. Durante unos segundos no oyó nada,
luego un paso silencioso, luego otro y otro más. Se alejaban de él, dirigiéndose
hacia la parte delantera del vagón.
Billy se inclinó hacia adelante mientras se guardaba cuidadosamente bajo el
jersey las chapas de identificación para que no tintinearan, y se movió con sigilo
hasta asomar la cabeza por el canto del asiento junto al pasillo. Alguien estaba
atravesando la puerta que conectaba un vagón con otro; alguien delgado, bajo, una
chica, o quizá un chico muy joven, cubierto con un chaleco antibalas de Kevlar y
ropa militar de color verde. Billy consiguió distinguir unas letras en la espalda del
chaleco, un S, una T, una A…, y entonces él o ella desapareció de su vista.
STARS. ¿Habrían enviado un equipo en su búsqueda? No podía ser, no tan
deprisa. El jeep había volcado hacía cosa de una hora, como mucho, y los STARS
no tenían relación directa con el ejército, eran una rama del Departamento de
Policía, nadie los habría hecho intervenir. Probablemente su presencia estaría
relacionada con los perros que había visto antes, evidentemente alguna manada
salvaje mutante. Normalmente, los STARS se ocupaban de la mierda local que los
polis no podían o no querían tocar. O quizá hubieran acudido a investigar qué le
había pasado al tren.
No importa el porqué, ¿o sí? Tendrán armas, y si averiguan quién eres, este rato de
libertad será el último. Lárgate de aquí, ahora mismo.
¿Con perros mutantes corriendo por los bosques? No saldría sin una arma, de
ninguna manera. Tenía que haber alguien de seguridad en el tren, un tipo de
uniforme con una pistola, lo único que tenía que hacer era buscarlo. Iba a ser
arriesgado, con los STARS ahí dentro, pero, bien mirado, sólo había uno. Si tuviera
que…
Billy negó con la cabeza. Ya había visto muerte más que suficiente en las
Fuerzas Especiales. Si no podía evitarlo, allí y en ese momento, lucharía o
escaparía, pero no volvería a matar nunca más. Al menos no a uno de los buenos.
Billy se puso en pie, inclinado hacia adelante, con las esposas colgándole de la
muñeca. Primero miraría qué había en ese vagón, luego se iría alejando del STARS
intruso, y vería qué podía encontrar. No tenía sentido enfrentarse con él si podía
evitarlo. Simplemente…
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
Tres disparos, procedentes del vagón de delante. Una pausa, luego tres,
cuatro más, y después silencio.
Al parecer no todos los vagones estaban vacíos. Sintió que el nudo en el
estómago se le estrechaba aún más, pero no permitió que eso lo detuviera. Cogió el
primer portafolios que encontró y empezó a revolver su contenido.
En el primer vagón no había vida, pero algo muy malo había ocurrido allí, de
eso no cabía duda.
¿Un choque? No, la estructura no está dañada… ¡y hay mucha sangre!
Rebecca cerró la puerta a su espalda, aislándose de la espesa cortina de agua,
y contempló el caos que la rodeaba. El vagón había sido elegante, con paneles de
madera oscura y moqueta cara, lámparas antiguas y papel pintado con relieves
aterciopelados. En ese momento había periódicos, portafolios, abrigos y bolsos,
abiertos y tirados por todas partes. El panorama parecía el de un choque, y las
gotas y las manchas de sangre que cubrían en grandes cantidades las paredes y los
asientos parecían confirmar esa teoría.
Avanzó por el interior del vagón, apuntando con la pistola a un lado y otro
del pasillo. Había unas cuantas lucecitas encendidas, lo suficiente para ver algo,
pero las sombras eran espesas. Nada se movía.
El respaldo de la silla que tenía a la izquierda estaba manchado de sangre.
Alargó la mano y tocó una de las manchas. Rápidamente se la limpió en los
pantalones con una mueca de asco. Era fresca.
Luces encendidas, sangre fresca. Sea lo que sea lo que ha pasado, ha ocurrido hace
poco.
¿El teniente Billy quizá? Estaba acusado de asesinato… Pero a no ser que
tuviera toda una banda con él, no parecía probable; la destrucción era demasiado
amplia, demasiado exagerada, más parecida a un desastre natural que a una
situación con rehenes.
O como los asesinatos del bosque.
Asintió mentalmente, respirando hondo. Los asesinos debían de haber
actuado de nuevo. Los cuerpos que se habían recuperado estaban desgarrados y
mutilados, y las escenas del crimen seguramente tenían el mismo aspecto que ese
vagón de tren, con sangre por todas partes. Debía salir, hablar por radio con el
capitán y llamar al resto del equipo. Comenzó a volverse hacia la puerta, y dudó.
Primero podría comprobar que el tren es seguro.
Ridículo. Permanecer ahí sola sería una locura estúpida y peligrosa. Nadie
esperaría que revisara la escena de un crimen ella sola, eso suponiendo que alguien
hubiera sido asesinado. Por lo que sabía, también podría haber habido un tiroteo o
algo así y el tren podría haber sido evacuado.
No, eso sí que es estúpido. Habría polis por todas partes, equipos médicos de
urgencias, helicópteros, periodistas… Pasara lo que pasara, soy la primera persona que ha
entrado aquí… y asegurar la escena es la máxima prioridad.
No pudo evitar preguntarse qué dirían los muchachos cuando vieran que se
las había arreglado sola. Tendrían que dejar de llamarla «nena». Como mínimo
superaría su categoría de novata mucho más de prisa. Podía echar un vistazo
rápido, por encima, y si algo parecía aunque fuera mínimamente peligroso,
llamaría al equipo inmediatamente.
Asintió mentalmente. De acuerdo. No tendría problemas por echar un
vistazo. Respiró hondo y comenzó por la parte delantera del vagón, pisando con
cuidado entre el desparramado equipaje. Cuando alcanzó la puerta de conexión, se
armó de valor, la atravesó rápidamente y abrió la segunda puerta sin darse tiempo
para repensárselo.
¡Oh, no!
El primer vagón ya había sido duro, pero allí había gente. Cinco personas,
que pudiera ver desde donde se hallaba, y todos claramente muertos, con los
rostros destrozados por las garras de algo desconocido y los cuerpos empapados
de una oscura humedad. Unos cuantos estaban desplomados sobre los asientos,
como si los hubieran asesinado brutalmente en el sitio que ocupaban. El olor a
muerte se podía tocar, como el del cobre y las heces, como la fruta podrida en un
día caluroso.
La puerta se cerró automáticamente a su espalda y Rebecca pegó un brinco,
con el corazón latiéndole con fuerza y vagamente consciente de que todo eso era
demasiado para ella. Tenía que pedir ayuda, pero entonces oyó los susurros y se
dio cuenta de que no estaba sola.
Apuntó con la pistola hacia el pasillo vacío, sin estar segura de dónde
procedía el sonido y con el corazón funcionándole al doble de velocidad.
—¡Identifíquese! —dijo, con una voz más firme y autoritaria de lo que se
esperaba. El susurro continuó, estrangulado y distante, extrañamente apagado en
medio del silencioso vagón. Supuso que así sonaría un asesino loco, murmurando
para sí mismo después de disfrutar de una masacre.
Estaba a punto de repetir la orden cuando, sobre el suelo, hacia la mitad del
pasillo, vio el origen del susurro. Era una radio minúscula, al parecer sintonizada
en una emisora AM de noticias. Fue hacia ella, aturdida por el alivio. Después de
todo, sí que estaba sola.
Se detuvo ante la radio y bajó su semiautomática. Había un cadáver en el
asiento de la ventana, a su izquierda, y después de una rápida ojeada inicial evitó
volver a mirarlo. Le habían desgarrado el cuello y tenía los ojos en blanco. Su
rostro grisáceo y las destrozadas ropas brillaban empapadas de fluidos de aspecto
viscoso, lo que lo hacía parecer un zombi de una película de terror de serie B.
Rebecca se inclinó y recogió la radio, sonriendo para sí a pesar del miedo que
aún la recorría. Su «asesino loco» era una mujer leyendo las noticias. La recepción
era muy mala, y se oía el chirrido de la estática cada dos o tres frases.
De acuerdo, era una idiota. En cualquier caso, ya era hora de llamar a Enrico.
Rebecca se volvió, pensando que tendría mejor recepción si salía fuera del tren, y el
movimiento que notó en el asiento de la ventana fue tan lento y sutil que por un
momento creyó que lo que había visto era la lluvia. Pero entonces el origen del
movimiento gimió, con un leve sonido de angustia, y Rebecca comprendió que no
era la lluvia en absoluto.
El cadáver se había levantado del asiento y se acercaba a ella. La deformada
cabeza estaba echada hacia atrás y hacia un lado, y dejaba a la vista la desgarrada
piel del cuello. El gemido se hizo más profundo, más anhelante, mientras el
hombre alargaba los brazos ante sí y del machacado rostro chorreaba sangre y algo
viscoso.
Rebecca dejó caer la radio y dio un tambaleante paso hacia atrás, horrorizada.
Se había equivocado; ese hombre no estaba muerto, pero resultaba evidente que
estaba loco de dolor. Tenía que ayudarlo.
No hay mucha cosa en el botiquín, pero tengo morfina. Debería ayudarlo a tumbarse.
Oh, Dios, ¿qué demonios ha pasado aquí?
El hombre se aproximó arrastrando los pies, intentando alcanzarla, con los
ojos en blanco y babas negras cayéndole de la boca destrozada. Y a pesar de saber
que su deber era ayudarlo, aliviar su sufrimiento, Rebecca, inconscientemente, dio
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otro paso atrás. Una cosa era el deber, pero su instinto le decía que echara a correr,
que saliera de allí, que ese hombre pretendía hacerle daño.
Se volvió, sin estar segura de qué hacer, y vio a dos personas más de pie en el
pasillo a su espalda, ambos con un rostro tan inexpresivo y destrozado como el
hombre de los ojos en blanco y ambos avanzando hacia ella con los movimientos
rígidos y tambaleantes de los monstruos de las películas de terror. El hombre que
tenía delante llevaba uniforme, era algún tipo de empleado del tren, con el rostro
demacrado, huesudo y gris. Tras él había un hombre con la cara medio arrancada;
se le veían demasiados dientes en el lado derecho.
Rebecca sacudió la cabeza mientras alzaba el arma. Algún tipo de
enfermedad, un vertido químico o algo así. Estaban enfermos, tenían que estar
enfermos. Pero mientras los tres hombres se le acercaban, con los huesudos dedos
en alto y gimiendo con avidez, supo que eso no era cierto. Además, quizá
estuvieran enfermos, pero también estaban a punto de atacarla. Estaba tan segura
de eso como de su propio nombre.
¡Dispara! ¡No dudes más!
—¡Deténganse! —gritó, mientras se volvía hacia el hombre de los ojos en
blanco, que era el que estaba más cerca, demasiado cerca. Si éste era consciente de
que lo estaba apuntando con una arma, no lo demostró—. ¡Voy a disparar!
—¡Aaaahh! —carraspeó gravemente el monstruo, e intentó agarrarla,
descubriendo unos dientes negros. Rebecca disparó.
Tres disparos. Las balas penetraron en la carne descolorida. Dos en el pecho.
La tercera le hizo un agujero encima del ojo derecho. La criatura lanzó un chillido
hueco, un sonido de frustración más que de dolor, y cayó al suelo.
Rebecca se volvió y rogó que con los disparos los otros dos hombres se
hubieran detenido, pero vio que los tenía casi encima, con los ojos vidriosos y
gimiendo impacientes. El primer disparo dio en el cuello al hombre uniformado, y
mientras éste se tambaleaba hacia atrás, Rebecca apuntó al segundo hombre a la
pierna.
Quizá pueda simplemente herirlo, hacer que caiga…
El hombre del uniforme comenzó a avanzar de nuevo mientras del cuello le
manaba la sangre a borbotones.
—¡Dios! —exclamó Rebecca, con una voz que casi no le salía del cuerpo. Pero
los hombres seguían avanzando, no tenía tiempo de hacerse preguntas ni de
pensar. Alzó el arma y disparó tres veces más, todos los tiros directos a la cabeza.
Sangre y trozos de carne saltaron por los aires. Los dos hombres cayeron al suelo.
De repente, silencio, quietud. Rebecca recorrió el vagón con los ojos muy
abiertos por la impresión y el cuerpo vibrante por la adrenalina. Había dos o tres
«cadáveres» más, pero ninguno se movió.
¿Qué acaba de pasar? Creí que estaban muertos.
Y estaban muertos. Eran zombis.
No, los zombis no existían. Mientras intentaba entender algo, Rebecca
comprobó su arma automáticamente para ver si tenía una bala en la recámara. No
eran zombis, no como los de las películas. Si de verdad hubieran estado muertos
los disparos no los habrían hecho sangrar de esa manera; si el corazón no late no
puede bombear la sangre.
Pero sólo han caído después de que les disparara a la cabeza.
Cierto, pero eso podía significar que era algún tipo de enfermedad, quizá
algo que bloqueara los receptores del dolor.
Los asesinatos del bosque. Rebecca sintió que los ojos se le abrían más aún
mientras completaba el rompecabezas. Si hubiera habido algún vertido químico o
enfermedad, podría haber afectado a un gran número de personas en el bosque,
impulsándolos a atacar a otros. Recientemente se habían recibido informes sobre
perros salvajes. ¿Era posible que afectara a especies diferentes? Algunas de las
víctimas habían sido parcialmente devoradas, y al menos dos de los cuerpos
presentaban mordiscos de fauces tanto humanas como animales.
Oyó un ligero movimiento y se quedó sin respiración. Junto a la puerta por la
que había entrado, un cadáver sentado parecía haberse escurrido un poco del
asiento. Lo observó durante lo que le pareció una eternidad, pero el cuerpo no
volvió a moverse y lo único que se oía era el ruido de la lluvia en el exterior. ¿Un
cadáver o una víctima de alguna circunstancia trágica? Rebecca no tenía ningunas
ganas de descubrirlo.
Retrocedió, esquivando al hombre de los ojos en blanco, que finalmente
estaba muerto del todo, y decidió ir hacia la puerta de la parte delantera del vagón.
Tenía que salir del tren y explicarles a los otros lo que había encontrado. La cabeza
le daba vueltas mientras intentaba decidir qué habría que hacer después: se tendría
que alertar a la comunidad y declarar una cuarentena inmediatamente. El gobierno
federal también tendría que meterse en el asunto, así como el Centro de Control de
Enfermedades, o el Instituto Médico de Enfermedades Infecciosas del ejército, o
quizá la Agencia de Protección Medioambiental, que tenía el suficiente poder para
cerrarlo todo e investigar qué había sucedido. Sería una enorme labor, pero ella
podría contribuir, marcar la…
El cadáver del fondo del vagón se movió de nuevo. Bajó la cabeza hasta
apoyarla sobre el pecho, y cualquier idea de salvar Raccoon voló de la asustada
mente de Rebecca. Se volvió y corrió hasta la puerta intermedia, enferma de terror.
Lo único que quería era salir de allí.
No tardó mucho en encontrar una arma, y, por suerte, Billy conocía
perfectamente la pistola de reglamento de la policía militar. La había hallado en un
petate metido bajo un asiento. También había un cargador de recambio, media caja
de balas de 9x19 mm parabellum y un mechero con tapa, otro aparato muy
conveniente para tener a mano; nunca se sabía cuándo sería necesario encender un
fuego.
Cargó el arma, se metió el otro cargador en el cinturón y las balas en los
bolsillos delanteros, mientras pensaba que ojalá fuera vestido con su uniforme de
campaña en vez de con ropas civiles. Los tejanos no eran lo mejor para cargar con
toda esa mierda. Comenzó a buscar una chaqueta, pero cambió de idea; incluso
con la lluvia, hacía una noche cálida, y arrastrarse por ahí con unos tejanos
empapados ya iba a ser suficientemente malo. Tendría que conformarse con los
bolsillos que tenía.
Se quedó ante la puerta que lo llevaría de vuelta a los bosques con el arma en
la mano, mientras se repetía que tenía que marcharse pero sin decidirse a hacerlo.
No había oído nada más del STARS desde los siete disparos. Sólo habían pasado
unos minutos. Si el chico tenía algún problema todavía no era demasiado tarde
para ir hacia allí y…
¿Estás loco? —le gritó su cerebro—. ¡Lárgate! ¡Corre, idiota!
Claro, naturalmente. Tenía que marcharse. Pero no podía sacarse de la cabeza
el eco de esos disparos, y había pasado demasiado tiempo siendo uno de los
buenos como para darle la espalda a otro si necesitaba ayuda. Además, si el chico
estaba muerto, eso le aportaría una arma extra.
—Sí, eso es —murmuró, completamente consciente de que estaba buscando
una razón de peso para justificar su decisión. No podía evitarlo, tenía que ir a
echar un vistazo.
Gruñendo mentalmente, Billy se apartó de la puerta, de la libertad, y avanzó
hacia la parte delantera del vagón. Atravesó la primera puerta y se detuvo un
instante en la plataforma intermedia antes de agarrar el picaporte de la segunda
para entrar en el siguiente vagón. El único sonido era el de la lluvia, que se estaba
convirtiendo en una verdadera tormenta. Tan sigilosamente como pudo, abrió la
segunda puerta y la atravesó.
El inconfundible olor fue lo primero que notó. Apretó los dientes mientras
recorría el vagón con la mirada y contaba las cabezas. Tres en el pasillo. Dos más
adelante a la derecha y uno a su izquierda, tirado sobre el asiento. Todos muertos.
El hombre de la carretera…
Billy frunció el entrecejo al darse cuenta de que cualquiera de los cadáveres
que había a su alrededor podría haber pasado por el estúpido que había causado el
accidente al cruzarse con el jeep. Sólo había podido echarle una mirada, pero
recordaba haber pensado que le había parecido enfermo. Quizá fuera uno de ésos,
pero no, éstos llevaban días muertos.
Entonces, ¿contra qué disparaba el chico?
Billy se acercó al cadáver más próximo, se agachó junto a él y contempló las
heridas con ojo experto mientras respiraba agitadamente por la boca. El tipo
llevaba muerto un buen rato; le faltaba parte de la mejilla izquierda, por lo que
parecía como si le estuviera dedicando una amplia sonrisa, y los negros bordes del
tejido muerto mostraban ya la descomposición. Pero tenía dos agujeros de bala en
la frente, y un charco de sangre fresca le rodeaba la cabeza y la parte superior del
cuerpo como una sombra roja. Billy tocó el charco, y su ceño se acentuó. Estaba
caliente. El cuerpo más cercano a éste, el empleado del tren, mostraba un aspecto
bastante similar, sólo que una de las heridas la tenía en el cuello.
Billy no era ningún Einstein, pero no carecía totalmente de lógica. La sangre
fresca únicamente podía significar que esta gente sólo parecían muertos. Y que
estuvieran llenos de agujeros recientes sugería que habían intentado atacar al
solitario miembro de los STARS.
Lo que significa que más vale que lleve todo el cuidado del mundo, pensó mientras
se ponía en pie. Volvió a mirar el cuerpo que se hallaba en el asiento, ahora a su
espalda, y entornó los ojos. ¿Se había movido o era sólo un efecto de la luz? Fuera
lo que fuera, más le valía marcharse a toda prisa.
Se apresuró por el pasillo, esquivando los cadáveres mientras intentaba
vigilarlos a la vez y maldecía la necesidad que lo había impulsado a buscar al chico
de los STARS. Si no tuviera una maldita conciencia, ya haría rato que se habría
largado.
Atravesó las dos puertas y entró en el siguiente vagón con el arma preparada.
No era un vagón de pasajeros y no estaba decorado. Desde la entrada sólo podía
ver un corto pasillo que torcía más adelante, dos puertas cerradas a la derecha y
unas cuantas ventanas en el lado opuesto. Pensó en comprobar las cabinas, seguro
de que sería lo más inteligente, ya que darle la espalda a una zona que no era
segura representaba un riesgo, pero estaba empezando a ocurrírsele que su
conciencia se podía ir a la porra. No quería asegurar todo el tren, lo único que
quería era ver que el chico estaba bien y luego salir de allí.
Y si el chico no aparece en un par de minutos, salto del tren de todas maneras. Esto es
una mierda.
«Mierda» no era la palabra adecuada, ni siquiera empezaba a describir el
terror que le retorcía el estómago, pero había visto incluso a los más fuertes
paralizados por el miedo y no quería pensar demasiado en monstruos y oscuridad.
Mejor tomárselo a la ligera, como si fuera una pesadilla de la que se reiría mañana,
y seguir adelante.
Avanzó lentamente por el pasillo, en silencio, apoyando la espalda contra la
pared. El corredor torcía a la derecha y continuaba, pasando ante otra puerta
bloqueada por unas cajas caídas. Un almacén, probablemente. Al menos no había
cuerpos, pero el olor a podrido flotaba en el aire. Las pocas ventanas ante las que
pasó que no estaban rotas reflejaron una pálida sombra de sí mismo sobre un
fondo exterior de oscuridad y lluvia. Se fijó inquieto en que gran parte de los
vidrios de las ventanas rotas estaban en el interior del vagón, esparcidos sobre el
suelo de madera oscura. Lo que significaba que alguien había intentado entrar, no
salir. Espeluznante.
Parecía que más adelante el pasillo volvía a torcer, esta vez hacia la izquierda,
justo después de otra puerta cerrada que tenía una placa en la que ponía
DESPACHO DEL REVISOR. Tenía que estar cerca de la parte delantera.
De repente, vio otra pálida sombra reflejada en una ventana, justo después de
la esquina. Se detuvo, permaneció inmóvil contemplando a la figura que se
agachaba dando la espalda al pasillo sin pensar en las amenazas que podía haber
detrás. Si era un STARS, ella o él necesitaba más entrenamiento.
Billy avanzó un par de pasos, alzó su arma y se colocó detrás de la figura
agachada. Sabía que debía evitar un enfrentamiento —obviamente el chaval estaba
en perfectas condiciones y él tenía otros lugares adonde ir—, pero también quería
saber qué estaba pasando, y ésa podía ser su única oportunidad de conseguir
información.
El miembro de los STARS se volvió, vio a Billy y se alzó muy lentamente, sin
dejar de mirarle a la cara.
No se había equivocado mucho con lo de «chaval», pensó Billy, mientras
contemplaba los grandes e inocentes ojos de una chica muy joven. ¿Estarían
contratando a gente del instituto últimamente? Era baja, puede que quince
centímetros menos que él, y bonita; cabello castaño rojizo, delgada, musculosa, con
rasgos delicados y regulares. Si pesaba más de cuarenta kilos, sería una sorpresa.
La chica había estado inclinada sobre un hombre muerto, cuyo cadáver
mutilado yacía medio tumbado contra la esquina, junto a la puerta de salida del
vagón, y si se había sorprendido al ver a Billy, lo disimuló muy bien.
—Billy —dijo la chica con voz clara y melódica. Sus palabras le hicieron
apretar los dientes—. Teniente Coen.
Mierda. Al parecer alguien había encontrado el jeep.
Billy mantuvo el arma en alto, apuntando directamente al ojo derecho de la
chica, haciéndose el duro.
—Así que me conoces. Has estado teniendo fantasías conmigo, ¿es eso?
—Eres el prisionero que trasladaban para ejecutar —respondió ella, y su voz
adquirió un tono duro—. Estabas con los soldados de ahí fuera.
Cree que lo he hecho yo, que yo los he matado, pensó Billy.
Estaba escrito en su cara de duendecillo. Billy se dio cuenta de que si no había
relacionado los muertos andantes con lo que le había pasado al jeep,
probablemente ella tampoco tenía ni la más remota idea de lo que estaba
sucediendo. Y no veía ninguna razón para sacarla de su error. Estaba intentando
hacerse la dura, pero Billy notó que la intimidaba. Podría usar eso para salir de allí.
—Uuh, ya veo —dijo—. Estás con los STARS. Bueno, sin ánimo de ofender,
pero los tuyos no parecen quererme mucho. Así que nuestra pequeña charla se
tiene que acabar.
Bajó el arma, se volvió y se alejó, andando tranquilamente y sin prisas, como
si no estuviera interesado en absoluto por la presencia de la chica. Contaba con que
su clara falta de experiencia y el temor que él le inspiraba le impidieran actuar. Era
un riesgo calculado, pero pensó que valdría la pena.
Se metió el arma bajo el cinturón, y ya estaba a mitad del pasillo cuando oyó
cómo corría para alcanzarlo.
Mierda, mierda.
—¡Espera! ¡Estás arrestado! —dijo ella con voz firme.
Billy se volvió y vio que la chica ni siquiera había desenfundado su arma. Se
esforzaba por parecer feroz, pero no lo acababa de conseguir. Si la situación
hubiera sido menos peligrosa, menos extraña, Billy habría sonreído.
—No, gracias, muñeca. Ya he llevado las esposas —repuso, alzando la mano
izquierda y haciendo tintinear las esposas. Se volvió y siguió avanzando.
—¡Podría dispararte, lo sabes! —gritó ella a su espalda, pero ahora había
desesperación en su voz. Billy continuó avanzando. Ella no le siguió, y al cabo de
unos segundos Billy estaba atravesando la primera puerta de conexión.
Con una leve sonrisa, aliviado, abrió la puerta del vagón donde se hallaban
los pasajeros muertos. Era mejor así, que cada uno se las arreglara por su cuenta y
todo eso…
Y se encontró con que el hombre muerto que había estado medio tirado sobre
el asiento del fondo se hallaba de pie, tambaleante, con el ojo que le quedaba
clavado en Billy. Con un gemido hambriento, la criatura trastabilló hacia adelante
y extendió sus destrozados dedos como si tuviera que tantear su camino hasta
Billy.
Billy estaba sentado en el suelo entre dos filas de asientos e intentaba abrir las
esposas con un clip que había encontrado tirado. Una de las esposas, la derecha,
estaba suelta. Se había roto cuando el jeep había volcado, pero a no ser que quisiera
pasearse con un brazalete ruidoso e incriminatorio, tenía que librarse de la otra.
Librarme de ella y salir de aquí a toda prisa, pensó, hurgando el cierre con la
delgada pieza de metal. No alzaba la vista; no necesitaba recordar dónde se
hallaba, no hacía ninguna falta. El aire estaba cargado de olor a sangre, que se
encontraba por todas partes, y aunque en el vagón de tren en el que había entrado
no había cuerpos, no tenía ninguna duda de que los otros vagones estaban llenos.
Los perros, han tenido que ser esos perros…, aunque, ¿quién los habrá azuzado?
El mismo tipo que habían visto en el bosque. Tenía que ser él. El tipo que se
había plantado delante del jeep y hecho que se estrellaran después de perder el
control. Billy había salido bien parado, y excepto por unos cuantos morados, estaba
ileso. Pero los policías militares que lo escoltaban, Dickson y Eider, habían
quedado atrapados bajo el vehículo volcado, aunque seguían vivos. Al hombre que
los había hecho parar, fuera quien fuera, no se lo veía por ninguna parte.
Habían sido un par de minutos temibles, de pie en la creciente oscuridad,
mientras el olor cálido y aceitoso de la gasolina le daba en la cara e intentaba tomar
una decisión: ¿salir corriendo o pedir ayuda por la radio? No quería morir, no
merecía morir, a no ser que ser confiado y estúpido fuera una ofensa que mereciera
la muerte. Pero tampoco podía dejar a esos hombres atrapados bajo una tonelada
de metal retorcido, heridos y semiinconscientes. La elección que habían hecho,
tomar un camino de tierra que atravesaba los bosques hasta la base, significaba que
podía pasar mucho tiempo antes de que alguien los encontrara. Sí, era cierto que lo
llevaban ante el pelotón de ejecución, pero sólo estaban cumpliendo órdenes, no
era nada personal, y ellos merecían morir tan poco como él.
Había decidido optar por una solución intermedia: pediría ayuda por la radio
y luego saldría corriendo a toda pastilla… Pero entonces llegaron los perros. Tres
cosas grandes, húmedas y horrorosas, y no había tenido más opción que correr
para salvarse, porque notó algo muy, muy raro en esos bichos; lo notó incluso
antes de que atacaran a Dickson, antes de que le destrozaran el cuello con los
dientes mientras lo arrastraban hasta sacarlo de debajo del jeep.
Billy pensó que había oído un clic e intentó abrir la esposa, pero dejó escapar
un bufido entre dientes al ver que el cierre de metal se negaba a abrirse. Maldito
trasto. Había encontrado el clip por casualidad, aunque había cosas tiradas por
todos lados, papeles, bolsas, abrigos, objetos personales, y casi todas estaban
manchadas de sangre. Quizá encontraría algo más útil que el clip si buscaba con
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más calma, pero eso significaría quedarse en el tren, lo cual no tenía ninguna pinta
de ser una buena idea. Por lo que sabía, incluso podía ser ahí donde vivían esos
perros, quizá se escondieran allí con el estúpido chalado que se lanzaba ante
coches en movimiento. Sólo había subido al tren para esquivar a los perros, para
tranquilizarse y pensar cuál sería su próximo movimiento.
Y resulta que este tren es el Expreso del Matadero —pensó mientras meneaba la
cabeza—. Esto sí que es salir del fuego para caer en las brasas.
Cualquiera que fuera la mierda que pasaba en esos bosques, él no quería
formar parte. Se sacaría las esposas, buscaría algún tipo de arma, quizá cogiera una
cartera o dos entre todo ese equipaje manchado de sangre —estaba seguro que a
los dueños ya no les importaría— y regresaría a la civilización. Y luego a Canadá, o
quizá a México. Nunca antes había robado, tampoco nunca había pensado en
abandonar el país, pero llegado a ese punto tenía que pensar como un criminal,
sobre todo si tenía intención de sobrevivir.
Oyó truenos, luego el suave golpeteo de la lluvia sobre algunas de las
ventanas rotas. Los golpecitos se convirtieron en un repiqueteo estruendoso. El aire
con olor a sangre se hizo menos espeso cuando una ráfaga de viento entró por uno
de los vidrios destrozados. Magnífico. Al parecer tendría que hacer una excursión
en medio de una tormenta.
—Lo que sea —murmuró, y tiró el inútil clip contra el asiento que estaba ante
él. La situación ya se había fastidiado todo lo posible, así que dudaba que pudiera
empeorar.
Billy se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. La puerta exterior del
vagón se estaba abriendo. Pudo oír el roce del metal; la lluvia sonó más fuerte
durante un instante, y luego igual que antes. Alguien había subido.
¡Mierda!
¿Y si era el loco con los perros?
¿Y si alguien ha encontrado el jeep?
Sintió un pesado nudo en el estómago. Podría ser. Tal vez alguien de la base
había decidido coger la carretera secundaria esa noche; quizá ya hubieran avisado,
al ver el accidente y enterarse de que debía haber un tercer ocupante, un hombre
camino de su ejecución.
Incluso podría ser que ya lo estuvieran buscando.
No se movió; se quedó escuchando atentamente los movimientos de quien
fuera que había entrado desde la lluvia. Durante unos segundos no oyó nada,
luego un paso silencioso, luego otro y otro más. Se alejaban de él, dirigiéndose
hacia la parte delantera del vagón.
Billy se inclinó hacia adelante mientras se guardaba cuidadosamente bajo el
jersey las chapas de identificación para que no tintinearan, y se movió con sigilo
hasta asomar la cabeza por el canto del asiento junto al pasillo. Alguien estaba
atravesando la puerta que conectaba un vagón con otro; alguien delgado, bajo, una
chica, o quizá un chico muy joven, cubierto con un chaleco antibalas de Kevlar y
ropa militar de color verde. Billy consiguió distinguir unas letras en la espalda del
chaleco, un S, una T, una A…, y entonces él o ella desapareció de su vista.
STARS. ¿Habrían enviado un equipo en su búsqueda? No podía ser, no tan
deprisa. El jeep había volcado hacía cosa de una hora, como mucho, y los STARS
no tenían relación directa con el ejército, eran una rama del Departamento de
Policía, nadie los habría hecho intervenir. Probablemente su presencia estaría
relacionada con los perros que había visto antes, evidentemente alguna manada
salvaje mutante. Normalmente, los STARS se ocupaban de la mierda local que los
polis no podían o no querían tocar. O quizá hubieran acudido a investigar qué le
había pasado al tren.
No importa el porqué, ¿o sí? Tendrán armas, y si averiguan quién eres, este rato de
libertad será el último. Lárgate de aquí, ahora mismo.
¿Con perros mutantes corriendo por los bosques? No saldría sin una arma, de
ninguna manera. Tenía que haber alguien de seguridad en el tren, un tipo de
uniforme con una pistola, lo único que tenía que hacer era buscarlo. Iba a ser
arriesgado, con los STARS ahí dentro, pero, bien mirado, sólo había uno. Si tuviera
que…
Billy negó con la cabeza. Ya había visto muerte más que suficiente en las
Fuerzas Especiales. Si no podía evitarlo, allí y en ese momento, lucharía o
escaparía, pero no volvería a matar nunca más. Al menos no a uno de los buenos.
Billy se puso en pie, inclinado hacia adelante, con las esposas colgándole de la
muñeca. Primero miraría qué había en ese vagón, luego se iría alejando del STARS
intruso, y vería qué podía encontrar. No tenía sentido enfrentarse con él si podía
evitarlo. Simplemente…
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
Tres disparos, procedentes del vagón de delante. Una pausa, luego tres,
cuatro más, y después silencio.
Al parecer no todos los vagones estaban vacíos. Sintió que el nudo en el
estómago se le estrechaba aún más, pero no permitió que eso lo detuviera. Cogió el
primer portafolios que encontró y empezó a revolver su contenido.
En el primer vagón no había vida, pero algo muy malo había ocurrido allí, de
eso no cabía duda.
¿Un choque? No, la estructura no está dañada… ¡y hay mucha sangre!
Rebecca cerró la puerta a su espalda, aislándose de la espesa cortina de agua,
y contempló el caos que la rodeaba. El vagón había sido elegante, con paneles de
madera oscura y moqueta cara, lámparas antiguas y papel pintado con relieves
aterciopelados. En ese momento había periódicos, portafolios, abrigos y bolsos,
abiertos y tirados por todas partes. El panorama parecía el de un choque, y las
gotas y las manchas de sangre que cubrían en grandes cantidades las paredes y los
asientos parecían confirmar esa teoría.
Avanzó por el interior del vagón, apuntando con la pistola a un lado y otro
del pasillo. Había unas cuantas lucecitas encendidas, lo suficiente para ver algo,
pero las sombras eran espesas. Nada se movía.
El respaldo de la silla que tenía a la izquierda estaba manchado de sangre.
Alargó la mano y tocó una de las manchas. Rápidamente se la limpió en los
pantalones con una mueca de asco. Era fresca.
Luces encendidas, sangre fresca. Sea lo que sea lo que ha pasado, ha ocurrido hace
poco.
¿El teniente Billy quizá? Estaba acusado de asesinato… Pero a no ser que
tuviera toda una banda con él, no parecía probable; la destrucción era demasiado
amplia, demasiado exagerada, más parecida a un desastre natural que a una
situación con rehenes.
O como los asesinatos del bosque.
Asintió mentalmente, respirando hondo. Los asesinos debían de haber
actuado de nuevo. Los cuerpos que se habían recuperado estaban desgarrados y
mutilados, y las escenas del crimen seguramente tenían el mismo aspecto que ese
vagón de tren, con sangre por todas partes. Debía salir, hablar por radio con el
capitán y llamar al resto del equipo. Comenzó a volverse hacia la puerta, y dudó.
Primero podría comprobar que el tren es seguro.
Ridículo. Permanecer ahí sola sería una locura estúpida y peligrosa. Nadie
esperaría que revisara la escena de un crimen ella sola, eso suponiendo que alguien
hubiera sido asesinado. Por lo que sabía, también podría haber habido un tiroteo o
algo así y el tren podría haber sido evacuado.
No, eso sí que es estúpido. Habría polis por todas partes, equipos médicos de
urgencias, helicópteros, periodistas… Pasara lo que pasara, soy la primera persona que ha
entrado aquí… y asegurar la escena es la máxima prioridad.
No pudo evitar preguntarse qué dirían los muchachos cuando vieran que se
las había arreglado sola. Tendrían que dejar de llamarla «nena». Como mínimo
superaría su categoría de novata mucho más de prisa. Podía echar un vistazo
rápido, por encima, y si algo parecía aunque fuera mínimamente peligroso,
llamaría al equipo inmediatamente.
Asintió mentalmente. De acuerdo. No tendría problemas por echar un
vistazo. Respiró hondo y comenzó por la parte delantera del vagón, pisando con
cuidado entre el desparramado equipaje. Cuando alcanzó la puerta de conexión, se
armó de valor, la atravesó rápidamente y abrió la segunda puerta sin darse tiempo
para repensárselo.
¡Oh, no!
El primer vagón ya había sido duro, pero allí había gente. Cinco personas,
que pudiera ver desde donde se hallaba, y todos claramente muertos, con los
rostros destrozados por las garras de algo desconocido y los cuerpos empapados
de una oscura humedad. Unos cuantos estaban desplomados sobre los asientos,
como si los hubieran asesinado brutalmente en el sitio que ocupaban. El olor a
muerte se podía tocar, como el del cobre y las heces, como la fruta podrida en un
día caluroso.
La puerta se cerró automáticamente a su espalda y Rebecca pegó un brinco,
con el corazón latiéndole con fuerza y vagamente consciente de que todo eso era
demasiado para ella. Tenía que pedir ayuda, pero entonces oyó los susurros y se
dio cuenta de que no estaba sola.
Apuntó con la pistola hacia el pasillo vacío, sin estar segura de dónde
procedía el sonido y con el corazón funcionándole al doble de velocidad.
—¡Identifíquese! —dijo, con una voz más firme y autoritaria de lo que se
esperaba. El susurro continuó, estrangulado y distante, extrañamente apagado en
medio del silencioso vagón. Supuso que así sonaría un asesino loco, murmurando
para sí mismo después de disfrutar de una masacre.
Estaba a punto de repetir la orden cuando, sobre el suelo, hacia la mitad del
pasillo, vio el origen del susurro. Era una radio minúscula, al parecer sintonizada
en una emisora AM de noticias. Fue hacia ella, aturdida por el alivio. Después de
todo, sí que estaba sola.
Se detuvo ante la radio y bajó su semiautomática. Había un cadáver en el
asiento de la ventana, a su izquierda, y después de una rápida ojeada inicial evitó
volver a mirarlo. Le habían desgarrado el cuello y tenía los ojos en blanco. Su
rostro grisáceo y las destrozadas ropas brillaban empapadas de fluidos de aspecto
viscoso, lo que lo hacía parecer un zombi de una película de terror de serie B.
Rebecca se inclinó y recogió la radio, sonriendo para sí a pesar del miedo que
aún la recorría. Su «asesino loco» era una mujer leyendo las noticias. La recepción
era muy mala, y se oía el chirrido de la estática cada dos o tres frases.
De acuerdo, era una idiota. En cualquier caso, ya era hora de llamar a Enrico.
Rebecca se volvió, pensando que tendría mejor recepción si salía fuera del tren, y el
movimiento que notó en el asiento de la ventana fue tan lento y sutil que por un
momento creyó que lo que había visto era la lluvia. Pero entonces el origen del
movimiento gimió, con un leve sonido de angustia, y Rebecca comprendió que no
era la lluvia en absoluto.
El cadáver se había levantado del asiento y se acercaba a ella. La deformada
cabeza estaba echada hacia atrás y hacia un lado, y dejaba a la vista la desgarrada
piel del cuello. El gemido se hizo más profundo, más anhelante, mientras el
hombre alargaba los brazos ante sí y del machacado rostro chorreaba sangre y algo
viscoso.
Rebecca dejó caer la radio y dio un tambaleante paso hacia atrás, horrorizada.
Se había equivocado; ese hombre no estaba muerto, pero resultaba evidente que
estaba loco de dolor. Tenía que ayudarlo.
No hay mucha cosa en el botiquín, pero tengo morfina. Debería ayudarlo a tumbarse.
Oh, Dios, ¿qué demonios ha pasado aquí?
El hombre se aproximó arrastrando los pies, intentando alcanzarla, con los
ojos en blanco y babas negras cayéndole de la boca destrozada. Y a pesar de saber
que su deber era ayudarlo, aliviar su sufrimiento, Rebecca, inconscientemente, dio
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otro paso atrás. Una cosa era el deber, pero su instinto le decía que echara a correr,
que saliera de allí, que ese hombre pretendía hacerle daño.
Se volvió, sin estar segura de qué hacer, y vio a dos personas más de pie en el
pasillo a su espalda, ambos con un rostro tan inexpresivo y destrozado como el
hombre de los ojos en blanco y ambos avanzando hacia ella con los movimientos
rígidos y tambaleantes de los monstruos de las películas de terror. El hombre que
tenía delante llevaba uniforme, era algún tipo de empleado del tren, con el rostro
demacrado, huesudo y gris. Tras él había un hombre con la cara medio arrancada;
se le veían demasiados dientes en el lado derecho.
Rebecca sacudió la cabeza mientras alzaba el arma. Algún tipo de
enfermedad, un vertido químico o algo así. Estaban enfermos, tenían que estar
enfermos. Pero mientras los tres hombres se le acercaban, con los huesudos dedos
en alto y gimiendo con avidez, supo que eso no era cierto. Además, quizá
estuvieran enfermos, pero también estaban a punto de atacarla. Estaba tan segura
de eso como de su propio nombre.
¡Dispara! ¡No dudes más!
—¡Deténganse! —gritó, mientras se volvía hacia el hombre de los ojos en
blanco, que era el que estaba más cerca, demasiado cerca. Si éste era consciente de
que lo estaba apuntando con una arma, no lo demostró—. ¡Voy a disparar!
—¡Aaaahh! —carraspeó gravemente el monstruo, e intentó agarrarla,
descubriendo unos dientes negros. Rebecca disparó.
Tres disparos. Las balas penetraron en la carne descolorida. Dos en el pecho.
La tercera le hizo un agujero encima del ojo derecho. La criatura lanzó un chillido
hueco, un sonido de frustración más que de dolor, y cayó al suelo.
Rebecca se volvió y rogó que con los disparos los otros dos hombres se
hubieran detenido, pero vio que los tenía casi encima, con los ojos vidriosos y
gimiendo impacientes. El primer disparo dio en el cuello al hombre uniformado, y
mientras éste se tambaleaba hacia atrás, Rebecca apuntó al segundo hombre a la
pierna.
Quizá pueda simplemente herirlo, hacer que caiga…
El hombre del uniforme comenzó a avanzar de nuevo mientras del cuello le
manaba la sangre a borbotones.
—¡Dios! —exclamó Rebecca, con una voz que casi no le salía del cuerpo. Pero
los hombres seguían avanzando, no tenía tiempo de hacerse preguntas ni de
pensar. Alzó el arma y disparó tres veces más, todos los tiros directos a la cabeza.
Sangre y trozos de carne saltaron por los aires. Los dos hombres cayeron al suelo.
De repente, silencio, quietud. Rebecca recorrió el vagón con los ojos muy
abiertos por la impresión y el cuerpo vibrante por la adrenalina. Había dos o tres
«cadáveres» más, pero ninguno se movió.
¿Qué acaba de pasar? Creí que estaban muertos.
Y estaban muertos. Eran zombis.
No, los zombis no existían. Mientras intentaba entender algo, Rebecca
comprobó su arma automáticamente para ver si tenía una bala en la recámara. No
eran zombis, no como los de las películas. Si de verdad hubieran estado muertos
los disparos no los habrían hecho sangrar de esa manera; si el corazón no late no
puede bombear la sangre.
Pero sólo han caído después de que les disparara a la cabeza.
Cierto, pero eso podía significar que era algún tipo de enfermedad, quizá
algo que bloqueara los receptores del dolor.
Los asesinatos del bosque. Rebecca sintió que los ojos se le abrían más aún
mientras completaba el rompecabezas. Si hubiera habido algún vertido químico o
enfermedad, podría haber afectado a un gran número de personas en el bosque,
impulsándolos a atacar a otros. Recientemente se habían recibido informes sobre
perros salvajes. ¿Era posible que afectara a especies diferentes? Algunas de las
víctimas habían sido parcialmente devoradas, y al menos dos de los cuerpos
presentaban mordiscos de fauces tanto humanas como animales.
Oyó un ligero movimiento y se quedó sin respiración. Junto a la puerta por la
que había entrado, un cadáver sentado parecía haberse escurrido un poco del
asiento. Lo observó durante lo que le pareció una eternidad, pero el cuerpo no
volvió a moverse y lo único que se oía era el ruido de la lluvia en el exterior. ¿Un
cadáver o una víctima de alguna circunstancia trágica? Rebecca no tenía ningunas
ganas de descubrirlo.
Retrocedió, esquivando al hombre de los ojos en blanco, que finalmente
estaba muerto del todo, y decidió ir hacia la puerta de la parte delantera del vagón.
Tenía que salir del tren y explicarles a los otros lo que había encontrado. La cabeza
le daba vueltas mientras intentaba decidir qué habría que hacer después: se tendría
que alertar a la comunidad y declarar una cuarentena inmediatamente. El gobierno
federal también tendría que meterse en el asunto, así como el Centro de Control de
Enfermedades, o el Instituto Médico de Enfermedades Infecciosas del ejército, o
quizá la Agencia de Protección Medioambiental, que tenía el suficiente poder para
cerrarlo todo e investigar qué había sucedido. Sería una enorme labor, pero ella
podría contribuir, marcar la…
El cadáver del fondo del vagón se movió de nuevo. Bajó la cabeza hasta
apoyarla sobre el pecho, y cualquier idea de salvar Raccoon voló de la asustada
mente de Rebecca. Se volvió y corrió hasta la puerta intermedia, enferma de terror.
Lo único que quería era salir de allí.
No tardó mucho en encontrar una arma, y, por suerte, Billy conocía
perfectamente la pistola de reglamento de la policía militar. La había hallado en un
petate metido bajo un asiento. También había un cargador de recambio, media caja
de balas de 9x19 mm parabellum y un mechero con tapa, otro aparato muy
conveniente para tener a mano; nunca se sabía cuándo sería necesario encender un
fuego.
Cargó el arma, se metió el otro cargador en el cinturón y las balas en los
bolsillos delanteros, mientras pensaba que ojalá fuera vestido con su uniforme de
campaña en vez de con ropas civiles. Los tejanos no eran lo mejor para cargar con
toda esa mierda. Comenzó a buscar una chaqueta, pero cambió de idea; incluso
con la lluvia, hacía una noche cálida, y arrastrarse por ahí con unos tejanos
empapados ya iba a ser suficientemente malo. Tendría que conformarse con los
bolsillos que tenía.
Se quedó ante la puerta que lo llevaría de vuelta a los bosques con el arma en
la mano, mientras se repetía que tenía que marcharse pero sin decidirse a hacerlo.
No había oído nada más del STARS desde los siete disparos. Sólo habían pasado
unos minutos. Si el chico tenía algún problema todavía no era demasiado tarde
para ir hacia allí y…
¿Estás loco? —le gritó su cerebro—. ¡Lárgate! ¡Corre, idiota!
Claro, naturalmente. Tenía que marcharse. Pero no podía sacarse de la cabeza
el eco de esos disparos, y había pasado demasiado tiempo siendo uno de los
buenos como para darle la espalda a otro si necesitaba ayuda. Además, si el chico
estaba muerto, eso le aportaría una arma extra.
—Sí, eso es —murmuró, completamente consciente de que estaba buscando
una razón de peso para justificar su decisión. No podía evitarlo, tenía que ir a
echar un vistazo.
Gruñendo mentalmente, Billy se apartó de la puerta, de la libertad, y avanzó
hacia la parte delantera del vagón. Atravesó la primera puerta y se detuvo un
instante en la plataforma intermedia antes de agarrar el picaporte de la segunda
para entrar en el siguiente vagón. El único sonido era el de la lluvia, que se estaba
convirtiendo en una verdadera tormenta. Tan sigilosamente como pudo, abrió la
segunda puerta y la atravesó.
El inconfundible olor fue lo primero que notó. Apretó los dientes mientras
recorría el vagón con la mirada y contaba las cabezas. Tres en el pasillo. Dos más
adelante a la derecha y uno a su izquierda, tirado sobre el asiento. Todos muertos.
El hombre de la carretera…
Billy frunció el entrecejo al darse cuenta de que cualquiera de los cadáveres
que había a su alrededor podría haber pasado por el estúpido que había causado el
accidente al cruzarse con el jeep. Sólo había podido echarle una mirada, pero
recordaba haber pensado que le había parecido enfermo. Quizá fuera uno de ésos,
pero no, éstos llevaban días muertos.
Entonces, ¿contra qué disparaba el chico?
Billy se acercó al cadáver más próximo, se agachó junto a él y contempló las
heridas con ojo experto mientras respiraba agitadamente por la boca. El tipo
llevaba muerto un buen rato; le faltaba parte de la mejilla izquierda, por lo que
parecía como si le estuviera dedicando una amplia sonrisa, y los negros bordes del
tejido muerto mostraban ya la descomposición. Pero tenía dos agujeros de bala en
la frente, y un charco de sangre fresca le rodeaba la cabeza y la parte superior del
cuerpo como una sombra roja. Billy tocó el charco, y su ceño se acentuó. Estaba
caliente. El cuerpo más cercano a éste, el empleado del tren, mostraba un aspecto
bastante similar, sólo que una de las heridas la tenía en el cuello.
Billy no era ningún Einstein, pero no carecía totalmente de lógica. La sangre
fresca únicamente podía significar que esta gente sólo parecían muertos. Y que
estuvieran llenos de agujeros recientes sugería que habían intentado atacar al
solitario miembro de los STARS.
Lo que significa que más vale que lleve todo el cuidado del mundo, pensó mientras
se ponía en pie. Volvió a mirar el cuerpo que se hallaba en el asiento, ahora a su
espalda, y entornó los ojos. ¿Se había movido o era sólo un efecto de la luz? Fuera
lo que fuera, más le valía marcharse a toda prisa.
Se apresuró por el pasillo, esquivando los cadáveres mientras intentaba
vigilarlos a la vez y maldecía la necesidad que lo había impulsado a buscar al chico
de los STARS. Si no tuviera una maldita conciencia, ya haría rato que se habría
largado.
Atravesó las dos puertas y entró en el siguiente vagón con el arma preparada.
No era un vagón de pasajeros y no estaba decorado. Desde la entrada sólo podía
ver un corto pasillo que torcía más adelante, dos puertas cerradas a la derecha y
unas cuantas ventanas en el lado opuesto. Pensó en comprobar las cabinas, seguro
de que sería lo más inteligente, ya que darle la espalda a una zona que no era
segura representaba un riesgo, pero estaba empezando a ocurrírsele que su
conciencia se podía ir a la porra. No quería asegurar todo el tren, lo único que
quería era ver que el chico estaba bien y luego salir de allí.
Y si el chico no aparece en un par de minutos, salto del tren de todas maneras. Esto es
una mierda.
«Mierda» no era la palabra adecuada, ni siquiera empezaba a describir el
terror que le retorcía el estómago, pero había visto incluso a los más fuertes
paralizados por el miedo y no quería pensar demasiado en monstruos y oscuridad.
Mejor tomárselo a la ligera, como si fuera una pesadilla de la que se reiría mañana,
y seguir adelante.
Avanzó lentamente por el pasillo, en silencio, apoyando la espalda contra la
pared. El corredor torcía a la derecha y continuaba, pasando ante otra puerta
bloqueada por unas cajas caídas. Un almacén, probablemente. Al menos no había
cuerpos, pero el olor a podrido flotaba en el aire. Las pocas ventanas ante las que
pasó que no estaban rotas reflejaron una pálida sombra de sí mismo sobre un
fondo exterior de oscuridad y lluvia. Se fijó inquieto en que gran parte de los
vidrios de las ventanas rotas estaban en el interior del vagón, esparcidos sobre el
suelo de madera oscura. Lo que significaba que alguien había intentado entrar, no
salir. Espeluznante.
Parecía que más adelante el pasillo volvía a torcer, esta vez hacia la izquierda,
justo después de otra puerta cerrada que tenía una placa en la que ponía
DESPACHO DEL REVISOR. Tenía que estar cerca de la parte delantera.
De repente, vio otra pálida sombra reflejada en una ventana, justo después de
la esquina. Se detuvo, permaneció inmóvil contemplando a la figura que se
agachaba dando la espalda al pasillo sin pensar en las amenazas que podía haber
detrás. Si era un STARS, ella o él necesitaba más entrenamiento.
Billy avanzó un par de pasos, alzó su arma y se colocó detrás de la figura
agachada. Sabía que debía evitar un enfrentamiento —obviamente el chaval estaba
en perfectas condiciones y él tenía otros lugares adonde ir—, pero también quería
saber qué estaba pasando, y ésa podía ser su única oportunidad de conseguir
información.
El miembro de los STARS se volvió, vio a Billy y se alzó muy lentamente, sin
dejar de mirarle a la cara.
No se había equivocado mucho con lo de «chaval», pensó Billy, mientras
contemplaba los grandes e inocentes ojos de una chica muy joven. ¿Estarían
contratando a gente del instituto últimamente? Era baja, puede que quince
centímetros menos que él, y bonita; cabello castaño rojizo, delgada, musculosa, con
rasgos delicados y regulares. Si pesaba más de cuarenta kilos, sería una sorpresa.
La chica había estado inclinada sobre un hombre muerto, cuyo cadáver
mutilado yacía medio tumbado contra la esquina, junto a la puerta de salida del
vagón, y si se había sorprendido al ver a Billy, lo disimuló muy bien.
—Billy —dijo la chica con voz clara y melódica. Sus palabras le hicieron
apretar los dientes—. Teniente Coen.
Mierda. Al parecer alguien había encontrado el jeep.
Billy mantuvo el arma en alto, apuntando directamente al ojo derecho de la
chica, haciéndose el duro.
—Así que me conoces. Has estado teniendo fantasías conmigo, ¿es eso?
—Eres el prisionero que trasladaban para ejecutar —respondió ella, y su voz
adquirió un tono duro—. Estabas con los soldados de ahí fuera.
Cree que lo he hecho yo, que yo los he matado, pensó Billy.
Estaba escrito en su cara de duendecillo. Billy se dio cuenta de que si no había
relacionado los muertos andantes con lo que le había pasado al jeep,
probablemente ella tampoco tenía ni la más remota idea de lo que estaba
sucediendo. Y no veía ninguna razón para sacarla de su error. Estaba intentando
hacerse la dura, pero Billy notó que la intimidaba. Podría usar eso para salir de allí.
—Uuh, ya veo —dijo—. Estás con los STARS. Bueno, sin ánimo de ofender,
pero los tuyos no parecen quererme mucho. Así que nuestra pequeña charla se
tiene que acabar.
Bajó el arma, se volvió y se alejó, andando tranquilamente y sin prisas, como
si no estuviera interesado en absoluto por la presencia de la chica. Contaba con que
su clara falta de experiencia y el temor que él le inspiraba le impidieran actuar. Era
un riesgo calculado, pero pensó que valdría la pena.
Se metió el arma bajo el cinturón, y ya estaba a mitad del pasillo cuando oyó
cómo corría para alcanzarlo.
Mierda, mierda.
—¡Espera! ¡Estás arrestado! —dijo ella con voz firme.
Billy se volvió y vio que la chica ni siquiera había desenfundado su arma. Se
esforzaba por parecer feroz, pero no lo acababa de conseguir. Si la situación
hubiera sido menos peligrosa, menos extraña, Billy habría sonreído.
—No, gracias, muñeca. Ya he llevado las esposas —repuso, alzando la mano
izquierda y haciendo tintinear las esposas. Se volvió y siguió avanzando.
—¡Podría dispararte, lo sabes! —gritó ella a su espalda, pero ahora había
desesperación en su voz. Billy continuó avanzando. Ella no le siguió, y al cabo de
unos segundos Billy estaba atravesando la primera puerta de conexión.
Con una leve sonrisa, aliviado, abrió la puerta del vagón donde se hallaban
los pasajeros muertos. Era mejor así, que cada uno se las arreglara por su cuenta y
todo eso…
Y se encontró con que el hombre muerto que había estado medio tirado sobre
el asiento del fondo se hallaba de pie, tambaleante, con el ojo que le quedaba
clavado en Billy. Con un gemido hambriento, la criatura trastabilló hacia adelante
y extendió sus destrozados dedos como si tuviera que tantear su camino hasta
Billy.
Re: Resident Evil: Hora Cero
sabes shar el el videojuego fue tan bueno porque fue basado en el libro, en cambio la película bueno... se puede decir que estaban jugando el videojuego con todo y trucos de vida infinita, munición infinita y demás cosas en un idioma que desconocían como el japones mientras se drogaban. entonces como no entendían la historia empezaron a hacer su propia versión de la historia y salio eso... aparte de no tomar en cuanta el 0 y empezar con el 1 y acabar sin parecerse en nada a los juegos o libros cuando van por la 3
pero yo solo me pude leer el libro 2, pero el 0 también se ve nteresante
pero yo solo me pude leer el libro 2, pero el 0 también se ve nteresante
alexysthewizard- nuevo
- Fecha de inscripción : 31/07/2012
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